Aqui os dejamos otro relato del concurso.

El viejo eucalipto que está junto a la iglesia de La Isla, desde hace un par de años, tiene una cara muy triste, ¿os habéis dado cuenta?

- ¿Qué es un eucalipto?- pregunta Javier con más curiosidad en los ojos que en el tono.

Es un árbol gordo, muy alto, con hojas alargadas, que suelta una especie de bolitas y que huele muy muy bien. Siempre ha acompañado, inmóvil y feliz, las fiestas y los paseos de la gente por el pueblo, y siempre le ha gustado mucho, pero ahora tiene un gesto triste.

- Espera, espera – dice Pilar, la mayor, con la mente bien ordenada de sus seis años- ¿Cuál árbol, uno de los que están en la playa enfrente de los columpios nuevos?

No, el que está justo en la esquina de la iglesia.

- ¿Por qué está triste?
- ¡Cállate Javier!- replica Pilar-  Venga, sigue, por qué está triste.

Cuando los Reyes Magos empezaron a recorrer el mundo para llevar regalos a los niños de parte del niño Jesús encontraron en La Isla un buen sitio donde descansar por la noche, antes de llegar a las casas.

- No puede ser. Los Reyes Magos vienen de Oriente.

Desde luego que vienen de Oriente. Cuando llegan a Asturias salen de Llanes hacia Ribadesella, luego a  Caravia, a Colunga, a Villaviciosa… y así hasta que salen hacia Galicia. Era una larga caravana de carros, camellos cargados, pajes lujosamente vestidos y los Reyes que, como son un poco mayores, se cansan en los viajes tan largos y necesitan descansar de vez en cuando.

Esa caravana aparecía en la playa de La Isla silenciosa y oscura, entre reflejos de la poca luna que conseguía asomarse, curiosa, entre las nubes, y el leve murmullo de las olas, que se quedaban muy quietas para verla pasar con atención. Los Reyes Magos hacían siempre una pequeña inclinación al pasar frente al Bahía para saludar al Peñón, que es también muy mayor, como ellos, y tiene algunas manías de la edad, y no le gusta que pasen frente a él sin prestarle atención; él también saludaba a los Reyes Magos con una sonrisa amplia en esa boca que mucha gente confunde con un hueco. A veces un grupo de gaviotas se ponían de acuerdo con el Peñón para levantar el vuelo al mismo tiempo, como una mano que se alzara para saludar.

Después la caravana rodeaba la iglesia, pasando por delante del eucalipto que sonreía encantado y les saludaba, se iba hacia la churrería y subía hacia la antigua casa de la Guardia Civil, para seguir camino hacia Huerres dejando el hórreo de la plaza a su derecha.

- No puede ser, es prohibido, tienen que subir la cuesta y dejar el hórreo a la izquierda – dice Pilar. Javier, después de escucharla, se mira las manos para intentar reconocer en ellas la derecha y la izquierda.

Es prohibido para los coches, pero no para los camellos. Pues bien, durante varios años la caravana de los Reyes Magos estuvo deteniéndose en el porche de la iglesia para descansar un rato y dar de beber a los camellos en la fuente. Se sentían bien junto al Niño Jesús, frente a un Sueve apenas adivinado (la luna hacía lo que podía pero…) y un prao que estaba esperando la Velilla del próximo verano.

- ¿Y cómo podían entrar en el porche si tiene una reja?
- Cállate Javier. Eso, cómo entraban en el porche.

Eso no es nada para ellos, nuestra casa tiene una puerta muy pesada y también entran. Los Reyes Magos se apoyaban en el árbol, que se retorcía como podía para ofrecerles una silla – ¡un trono!- digna de tan grandes personajes, y charlaba con ellos sobre lo que cambian los gustos de los niños con los años… con los siglos.

Pero un año, la noche de Reyes, la playa no tuvo visita ninguna. Las olas rompían quedándose paradas un momento en la orilla esperando a la caravana y retrocedían mirando hacia atrás, deseando volver para asomarse otra vez. El Peñón acabó quedándose dormido, sus gaviotas se cansaron y se fueron… y no pasó nada. Ese día el eucalipto se sorprendió; el día siguiente se enfadó un poco (¡han ido por otro sitio!) y el tercero empezó a ponerse triste.

- ¿Qué había pasado? – pregunta Javier. Sólo sus largas pestañas impiden que el flequillo se meta en los ojos, grandes, expectantes.

Cuando la caravana iba hacia La Isla, y al querer cruzar el río Espasa, que siempre se recogía las aguas como una falda y se ponía de puntillas para dejar paso, el río empezó a crecer de repente, con más y más agua, oscura como las nubes de noche, fría… fría como siempre. “No puedo dejaros pasar”, dijo el río arrugando el ceño.

Melchor se quedó muy sorprendido; Gaspar preguntó “¿qué pasa?” a sus pajes; Baltasar, como iba el último, no se enteró. “¿Por qué no puedes dejarnos pasar, río? ¿Qué te pasa?”, preguntaron los pajes que encabezaban la caravana.

El río, medio triste medio enfadado, les contó que en realidad a él lo que le gustaba llevar, más que agua, eran sonrisas de niños. Que al nacer en Obaya se pasaba el verano entero atesorando sonrisas, sobre todo por los resbalones en las piedras y los pies sumergidos, para jugar con ellas el año entero. Que al bajar hacia la playa recogía el gesto tranquilo de las vacas, el canto despreocupado de los pájaros, la caricia dulce de los helechos, el olor especial de la hierba… y cuando lo mezclaba todo salían más y más sonrisas. Y que cuando cruzaba la playa hasta la orilla del mar, seguía recogiendo sonrisas de agitación en verano, de paseo feliz en invierno. Y que con toda esa montaña de sonrisas él se divertía de verano a verano, de Navidad a Navidad. Pero ese año había recogido sólo algunas hojas secas en Obaya, pocas caricias de helecho en la bajada, y ninguna sonrisa en la playa porque, decía, los niños ya no sonreían. “Pero nosotros… no tenemos la culpa” dijo Melchor, “déjanos pasar, porque si no no vamos a poder repartir juguetes y entonces sí que van a estar tristes”. “Vosotros sois quienes más hacéis sonreír a los niños, vosotros sois los que más felicidad dais a los niños, así que vosotros sois los que más fácilmente podéis averiguar porque no sonríen y conseguir que vuelvan a hacerlo. Tenéis que ayudarme y no os dejaré pasar hasta entonces”. “¿Qué pasa ahí delante, por qué no avanzamos?” preguntaba mientras tanto Baltasar, estirando el cuello.

Melchor bajó del camello e hizo bajar a Gaspar y a Baltasar para contarles lo que el río le había dicho. “¿Los niños no sonríen?” dijo Gaspar, “¡eso no puede ser! ¿Por qué no sonríen? ¡Que sonrían, yo lo ordeno en mi Majestad!”. “Gaspar, eso no puede ser” dijo Baltasar pacientemente, “no se puede sonreír por mandato, tenemos que saber por qué no sonríen”. “¡Reunión urgente!”. Los tres Reyes Magos y sus consejeros buscaron un sitio para sentarse, y como la arena de la playa estaba mojada, retrocedieron hasta el Fitomar, donde se sentaron a deliberar larga, largamente.

La noche avanzó, la caravana estaba parada, los pajes estaban desconcertados, los camellos se aburrían en la playa - ¡arena ya tenían de sobra en el desierto! – y, de vez en cuando, alguno de los Reyes volvía la cabeza hacia la playa de La Isla. Aparecía como una zona más oscura en la oscuridad, más silenciosa en el silencio. Porque allí las olas ya habían vuelto a su vaivén pero tristes y desganadas, sin esperar ya la visita; el Peñón llevaba dormido mucho rato, y el eucalipto de la iglesia no entendía nada. ¿Qué había pasado, dónde estaban?, ¡llevaba todo el año esperando!, ¿no eran amigos de siempre? ¿Por qué no estaban? El eucalipto fue arrugándose el avanzar la noche hasta que se quedó también dormido.

- ¡Pero qué pasaba con los Reyes!
- ¡Por qué no sonreían los niños!
- ¡Cállate Javier!

¡Pues llevan ya un par de años sin saber qué hacer!. Los juguetes han seguido llegando a casa de los niños porque tienen muchísimos pajes que, desde otros sitios, han ido cubriendo la ausencia de los Reyes pero… no es lo mismo.

Pero… ¿sabéis que pasó este año?

Los Reyes decidieron salir a investigar, a buscar las sonrisas de los niños. Y como parados en La Espasa no adelantaban nada y cada vez quedaba menos noche, decidieron remontar el río hacia su nacimiento, para ver si entre tanto verde encontraban alguna pista. Como la maleza río arriba es mucha y los camellos abultaban tanto, fueron andando con unos cuanto pajes, arrastrando sus capas por la hierba, con cuidado de no mojarse sus reales pies, jugando a hadas del bosque los destellos de sus coronas; la luna hizo un esfuerzo doble y consiguió meter el codo entre las nubes para ayudar con algo de luz, el momento lo valía, tenía que dar la cara.

“¡Mirad!” dijo de repente Melchor,”¿habéis visto eso?”. “¿Qué pasa?” dijo Gaspar. Llegando a Obaya, en medio de la oscuridad, empezaron a ver unos puntos de luz que se movían de acá para allá. “¿Y eso qué es?”. No era posible seguirlos. Aunque ya donde estaban las capas no se enganchaban en las ramas, se movían muy rápido, sobre todo para el cansancio de los Reyes.

- Es que no se puede subir por el río desde La Espasa hasta Obaya – dice Pilar, no muy segura de lo que dice.- Hay demasiados árboles y hojas y…

Bueno, según tú, tampoco se podría cruzar la Espasa en camello, y hasta ese año lo habían estado haciendo.

- ¿Y no se hacía de día? – dice Javier.

Desde luego que sí. Poco a poco empezó a clarear. Todos estaban muy preocupados porque si se hacía de día, otra vez iban a quedarse sin repartir juguetes y a tener que buscar otra solución. Avanzaron como pudieron hasta llegar al viejo molino en ruinas del que brota el gran chorro que, en seguida, forma el río Espasa. Y de dentro de las ruinas salía una luz; varios puntos de luz como el que habían visto entraban y salían.

“¡Sigamos!” dijo Baltasar, “vamos a mirar qué es esa luz, es muy raro…”. Apoyándose en varios pajes -¡pobres!- que se mojaban de lo lindo mientras sujetaban a los Reyes Magos, consiguieron asomarse y ver de dónde salía la luz.

Un hombrecillo oscuro, no muy mayor, vestido un poco raro, les miró. Se sostuvieron la mirada unos y otros un ratito hasta que Melchor, acordándose de que los pajes estaban sujetándoles desde abajo y estarían muy cansados, decidió decir algo. Pero el hombre no le dejó porque habló mientras Melchor pensaba eso. “Vaya, los Reyes Magos en persona”, dijo; su mirada era burlona y escondía algo. “¿Quién eres?”. “Soy el guardián del carbón que deben recibir los niños que se han portado mal. Hace muchos años que os espero, ¿venías a recoger mucho este año?”. “Oh, nosotros, en realidad, no repartimos carbón a los niños, lo siento, la verdad es que siempre acabamos dándoles juguetes”. “Claro” dijo el hombre, “como siempre; esperad, os ayudaré a subir, vuestro pajes no deben poder más, tened cuidado para no mojaros…más”. Se dieron cuenta, de repente, de que alrededor de donde estaba el hombre estaban colgadas miles y miles de sonrisas de niños, pero clavadas en la pared, congeladas.

“¿Tú tienes las sonrisas que buscamos?” dijo Melchor. “¿Tú has dejado al Espasa sin mezclar las sonrisas con su agua?” dio Baltasar. “¡Pues ahora verás!” dijo Gaspar que era el más brutote. “No, quieto, Gaspar” dijo Melchor, “mira, vuelca las sonrisas en el agua del río ya porque no queremos carbón, queremos que el río nos deje pasar de una vez, llevamos años parados por tu culpa”. “No. Ya sabía que vosotros no queréis repartir carbón, por eso me quedé con las sonrisas, ¡porque yo no quiero ser el único infeliz!”. Los Reyes Magos no entendieron bien. “¿Pero a ti te molesta que no llevemos carbón?”. “¡Claro, así me parece que no sirvo para nada! ¡Y aquí, sin salir nunca ni hacer nada, se está muy mal!”. “¡Pues ayúdanos!” dijo Melchor, “¡ven en nuestra caravana!” El hombre dudó un poco…pero empezó a sonreír. “¿Puedo?”. “¡Claro!”.

El hombre dio un salto y empezó a recorrer excitadamente las paredes del viejo molino, sin importarle cuánto se mojaba los pies, desclavando las sonrisas de los niños. Éstas, encantadas, se lanzaban al agua, salían hacia la puerta de las ruinas y caían, jugando, al río, que las recibía feliz. La mezcla de sonrisas y agua del Espasa volvió a correr río abajo. Cuando las primeras sonrisas llegaron a la playa los pajes se levantaron, asombrados primero y felices después. “¡Lo han conseguido!”. Los tres Reyes Magos llegaron rápidamente a la playa. “¡En marcha!”. Después de algunos años, la caravana volvía a avanzar, camino de La Isla. El río se puso un poco colorado al despedirles. “He sido un poco egoísta por haberos parado pero…”. “No te preocupes” dijo Melchor, “así nos hemos asegurado de que los niños vuelven a sonreír”.

Veréis como después de la Navidad  de este año el viejo eucalipto de la iglesia de La Isla vuelve a estar feliz; y el Peñón estará tan contento que se sentirá más joven; y las olas y las gaviotas volverán a hacer piruetas.

-¡…!-
¡Silencio, no digáis nada!, es como si vuestro hermano Alvaro nos hubiera entendido y aunque solo borbotea en lugar de hablar, se ha quedado dormido, tranquilo al saber que los Reyes Magos no tendrán trabas para venir… aunque él no sabe ni quiénes son los Reyes Magos.

FIN