Al abrigo de la noche un cesto trenzado con varas de avellano amaneció en la cuadra de vacas de Gloria González. La vaca madre mugió sobresaltada y su limitada sabiduría fue puesta a prueba ante un suceso jamás experimentado.

El cesto tenía un ramo de margaritas. La vaca introdujo el hocico para rumiarlas, creyendo que algún desconocido le había regalado flores, pues es bien sabido que a las vacas les gustan las margaritas y más cuando los invernales están asolados por el hielo y la nieve. Hurgando con sus blandos labios de rumiante comprobó dos cosas: que no podía comer esas flores porque al estar pintadas en una manta, se ondulaban ante el aire que salía de sus dos orificios nasales y que debajo estaba la carita de un bebe. Tal vez esas margaritas eran las guardianas de ese niño dormido. Sus blancos pétalos brillaban en la oscuridad como retando a la vaca. Pero el enfrentamiento cesó al poco rato, renunciando la vaca a sus derechos de anfitriona y se retiró un poco hacia atrás, metiéndose en la total oscuridad.

Ni las margaritas de la manta, ni el recién nacido le servirían de forraje. Pero aún se quedó un rato contemplando al bebé con sus ojos lánguidos de vaca, disfrutando de la suave fragancia que despedía la criatura. El olor le recordó la hierba fresca de la primavera y a su cría, de la que la habían separado hacía dos días.

Aquella noche, después de la misa del gallo, los gallos a coro cantaron como si se hubiera adelantado el amanecer y los perros del pueblo de Abiada, al otro lado del valle, respondieron a los ladridos esporádicos del pueblo de La Lomba. La respuesta desafiante poseía una agresividad natural, un sonido casi habitual que se perdía en la oscuridad del valle. Tal vez los gallos se desorientaron, quizás los perros de ambos enclaves oyeron algo, o puede ser, que simplemente cumpliesen con su deber. Pronto se calmaron. Sólo la cuadra de los González, seguía envuelta en un halo de misterio.

Los únicos testigos del suceso fueron diez vacas que se encontraban a esa hora durmiendo en la cuadra, un buey perezoso y dos cerdos que hozaban en sus pocilgas. Bajo la luz de la luna que entraba por el ventanuco del pajar, tuvieron que ver quien abandonó a la criatura. Tenían oídos y olfato sensibles. Seguramente habían oído donde se iniciaban y hacia adonde se habían dirigido los pasos después de dejar el cesto. Desgraciadamente, eran sólo animales que no tenían obligación de cuidar la casa y solían mantener silencio ante cualquier suceso. Ni Gloria González, su dueña, ni su marido, podían hacer nada ante su terco mutismo. Sólo consiguieron sacar a las vacas algún mugido de satisfacción y al buey de lento paso y honda pupila, un cadencioso movimiento de cabeza, en lo que supusieron que fuesen gestos de agradecimiento por el pienso que los ofrecieron. No había manera de corromper a los pobres animales. Puedes sobornar a una persona. ¿pero quien puede sonsacar información a una vaca y a un buey?.

 

II

 

Gloria cuidaba de su suegra enferma de Alzheimer, de su marido inválido, de la casa, las vacas, los cerdos, la pequeña huerta. No tenía tiempo para nada y desde luego, no podía ocuparse de un niño. Así que, se calzó las albarcas, cruzó el corral sin hacer ruido para no despertar al bebé que ahora volvía a dormir y colocó el cesto en la tapia de entrada de la casa, como si esperase que viniera el dueño a por su objeto extraviado. Distraída, unas veces sentada en el banco de la fría piedra del amanecer, otras veces de pie, esperando divisar a alguien por el camino, modulaba con el vaho de su aliento un villancico que atravesaba el aire helado. Empezaba a salir humo de las chimeneas de las casas vecinas. El pueblo se desperezaba como cualquier mañana de festividad. Después de un rato, cansada del silencio y preocupada porque empezaban a caer suaves copos de nieve sobre la manta de margaritas, empezó a gritar:

  • Mirad, mirad. ¿Quien metió a este bebé en nuestra cuadra?

De madrugada los hombres habían ido, unos a cortar varas de avellano, otros a por ramas de acebo y muérdago para adornar las mesas, acompañados de los niños. Ese día no tenían escuela. Era Navidad. Así que quienes acudían a la llamada, atraídas por la noticia, eran en su mayoría mujeres lugareñas. Llegaban con el caldero de ordeñar algunas, otras sacudiéndose el delantal manchado de la harina con la que preparaban las torrijas, o incluso algunas, limpiándose las manos de la sangre de las morcillas que elaboraban de la matanza reciente. Albarcas, delantales y pañuelos anudados a la cabeza rodearon el cesto formando un cerco humano.

Las primeras en llegar, mientras observaban atentamente al pequeño, lo elogiaban con grandes gestos:

  • ¡Que bebé tan lindo!. Que tranquilo está, lo abandonan y ni siquiera llora. Mira, incluso se ríe.

Con curiosidad alguien preguntó:

  • ¿De quien es?

Gloria con las manos en jarras moviendo el pie, molesta por la pregunta, le hizo a su vez otra

  • ¿Crees que, si lo supiera, estaría yo aquí perdiendo la mañana?

Otras criticaban a los padres de no tener corazón por abandonar a aquella angelical criatura.

  • Al menos entre mis vacas ha estado caliente. Yo lo encontré esta mañana cuando fui a retirar el abono de la cuadra. Pero nosotros no lo podemos cuidar, ya sabéis como está José, ya no somos jóvenes, atiendo a la abuela y la granja. Tampoco somos ricos y un niño necesita cuidados.

Todas estaban de acuerdo y se miraban, pero ninguna estaba dispuesta a llevarse el bebe a casa ni se atrevían a sugerir que familia lo podría atender mejor. Gloria miró con tristeza el cesto. Si lo hubiera encontrado treinta años antes, al instante habría registrado al niño como hijo suyo en el Ayuntamiento y nadie hubiera preguntado si su vientre se había hinchado más o menos. Eran años de hambre y de muchas bocas que alimentar. Anda que no había puesto velas a la virgen del Pilar para que la bendijera con un hijo. Hasta pagó al padre don Olegario para que dijera algunas misas orando por su fertilidad. Y hablaba un día con este santo, mañana con aquel otro de la derecha del retablo. Probó con todas las imágenes de la iglesia del pueblo y les prometía rezos, sacrificios, penitencias. Nada. Hacía mucho tiempo que había perdido toda esperanza. Y por eso, llevaba años sin entrar en la iglesia.

  • Quédate con él, tu no has tenido hijos y la suerte le ha llevado a tu lado- dijo una de las mujeres.

Gloria levantó la vista de las margaritas pintadas que saltaban alegres, ante el pataleo del bebé bajo la manta y lo hacían reír abiertamente. Verdaderamente era hermoso.

  • De la suerte no se come- sentenció mirando fijamente a la mujer- suerte, si me hubiera tocado la lotería o si al menos fuera un ternero, pero ¿que hago yo a mi edad con un bebé?. ¿Quién lo ha dejado aquí no conoce mi difícil situación?

La nieve era cada vez más copiosa, pronto cubriría las calles y las mujeres empezaron a sentir el frío. Desconocían las respuestas, así que regresaron a sus quehaceres.

 

 

                                                                III

 

El sonido de las campanas se coló en cada rincón del pueblo, anunciando la misa de Navidad. De pronto, Gloria tomó una determinación. Cogió el cesto con el niño y se dirigió con pasos decididos hacia la iglesia. Encontró al padre Don Olegario preparando el altar para la celebración.

El padre se alegró de verla

-  Bienvenida Gloria, Dios acoge a todos sus hijos en su seno.

- Por eso vengo, quiero dejarle este bebe que apareció en mi casa de forma misteriosa esta mañana- explicó la mujer.

Don Olegario se acercó y observó al pequeño con una sonrisa:

-  Que hermoso, sin duda la vida es un milagro del señor. Si lo han dejado en tu casa será porque confían en ti. Yo, pobre cura viejo ¿que puedo hacer con este niño? Seguro que tu lo atenderás mucho mejor – apostilló el sacerdote.

-  Padre, ya sabe cual es mi situación, José está en silla de ruedas desde el accidente con el arado y mi suegra se comporta como una niña. Sin tiempo y sin dinero ¿como puedo atenderlo?

-  El señor sabrá recompensarte, confía y reza – le consoló el padre con una palmadita.

Gloria dio media vuelta y salió de la iglesia con lágrimas en los ojos. Nadie parecía estar dispuesto a ayudarla, así que volvió con el cesto a la casa. No iba a dejar a esa criatura morir de frío, no estaba dispuesta a abandonarlo otra vez. Una agradable corriente de calor los envolvió al entrar en la cocina. La lumbre crepitaba. Gloria colocó el cesto sobre el fogón caliente. Se preparó el desayuno. Sostenía en las manos un tazón grande de leche y sopas de pan. Tomaba sorbos, mientras miraba al niño. Fue cuando se dio cuenta que el pequeño no había comido nada desde que lo encontró. Pero no lloraba. Era muy extraño. Se parecía a sus terneros, la miraba con sus ojos negros y profundos como cavernas, y como cavernas eran grandes y húmedos, pero de ellos no brotaba ni una sola lágrima. Además, sobre todo, despedía un fuerte olor a vaca. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

  • Que pena, tan pequeño y nadie te quiere. Has llegado misteriosamente a una cuadra en nochebuena como el niño Jesús, pero no te preocupes, yo velaré por ti- le susurró la mujer mientras le acariciaba y le colocaba alrededor del cuello su medalla de oro con la imagen de virgen María- y ella también te protegerá - continúo diciéndole con ternura.

Rebajó un poco la leche con agua, preparó el biberón con el que daba de comer a los terneros y cogió al niño sobre su regazo. Al contacto con la tetina, el pequeño puso los ojos en blanco, su boca se agrandó y extendió unos enormes labios carnosos con los que en tres succiones acabó el biberón. Gloria sabía que así comían los terneros que destetaba, y aunque tenía poca experiencia con niños, era imposible que un ser humano fuera capaz de tragar de esa manera. Al poco, se le empezó a estirar el morro que se volvió frío y húmedo, la piel se zurció en pliegues bajo los ojos y de los extremos del labio le empezaron a caer lentos hilos de leche. Junto a las orejas le brotaron dos puntas de hueso joven. Gloria quedó paralizada. Devolvió al pequeño al cesto como si en sus brazos tuviera una brasa que le quemaba.

A la carrera fue a buscar a José que estaba en la huerta intentando recoger las últimas berzas del invierno y una lombarda para la comida navideña que Gloria siempre condimentaba con piñones

La mujer llegó descompuesta sin poder pronunciar su nombre. José desconcertado la pidió que se tranquilizara, lo estaba asustando.

-  El niño - pudo por fin articular.

-  Nadie lo quiere, ya te lo dije, pero nunca me haces caso.

-  No es eso, es que no es un niño- gimió Gloria.

-  ¿Te has vuelto loca? - preguntó el marido.

-  Te digo que no es un niño o por lo menos no es normal- insistió Gloria.

Empujó la silla de ruedas hasta la cocina. La puerta estaba abierta, la manta yacía en el suelo como un jardín florecido y el cesto estaba vacío. Un grito escapó de la garganta de la mujer que ya había tenido demasiados sobresaltos esa mañana. Buscaron por toda la cocina. Nada. De repente, unos mugidos llegaron desde la cuadra.

Gloria empujó apresuradamente la silla por el pasillo de casa y abrió la puerta que conducía a la cuadra. La vaca madre los miraba con ojos de agradecimiento. Su ternero mamaba con ansia la leche caliente de sus ubres. El matrimonio no podía creer lo que veían. Por fin la mujer dijo:

-  ¡Este es mi castigo por haber deseado que el niño se convirtiese en ternero!

José se echó a reír a carcajadas. Su mujer lo miró enfadada, no encontraba donde estaba la gracia ante aquella absurda situación. Había pasado una diabólica mañana navideña y ahora se estaba burlando de ella.

-  Yo creo que es el milagro de la Navidad - explicó su marido que no podía parar de reír.

Gloria lo miraba sin comprender. El hombre desde su posición en la silla de ruedas veía lo que colgaba del cuello del ternero. Un gran campano de oro.

-  Mira, Gloria. Esto vale una fortuna, creo que Dios ha recompensado tu entrega y generosidad en este día de Navidad. Sólo tú estabas dispuesta a cuidar del bebé, a pesar de nuestros problemas.

-  Ay José, con esto podremos pagar los tratamientos médicos y ampliar la granja. Ahora volverás a andar – pronosticó Gloria.

-  Desde luego

-  Ya puede nevar hasta que las gallinas piquen el cielo – gritó Gloria, bailando entre los animales.

Se abrazaron. La vaca madre mugió de regocijo y el pequeño ternero se relamió.