Soy, Marina Santos,  doctora en un puesto médico de mi ONG, al pie de la cantera para extraer Coltán de Rubaya, en Zaire, no lejos de Gomá y muy próximo a Ruanda, el verdadero dueño de los metales de sangre.

    Todos los días me acerco al pie de la montaña que alberga las minas del metal para ver si alguien necesita nuestra ayuda, me acompaña Tirso, enfermero de origen cubano. Pasamos los controles  sin problemas, los soldados ruandeses, ahora  de paisano, nos traen familiares con enfermedades a la clínica y hacen la vista gorda.

     Hoy era día lluvioso, la semana próxima es Nochebuena, neblina y frio por compañeros, rodeados de espectros humanos que vienen y van, niños, algunos ya  adolescentes, recordatorio del infierno.

     Algo nos llama la atención, un niño con los ojos sangrando es golpeado por un guardián, nos acercamos, el tipo le pega con el fusil y el chiquillo cae al suelo, no  conocemos al ruandés armado, debe ser nuevo… mala cosa. Nos inclinamos sobre el niño para conocer el alcance de las heridas y Tirso recibe un culatazo del cabrón en la espalda. Me levanto, le miro muy cabreada a los ojos, no tendrá más de veinte años, pone el cañón del kaláshnikov entre mis cejas, me despido del mundo porque en sus ojos solo hay odio, no dispara, el tiempo parece que se ha detenido cuando llega apresurado otro soldado, este sí  es conocido, le agarra del brazo retirándole el fusil de mi entrecejo,  grita y le propina una sonora bofetada,  me mira, gesticula una disculpa y se van.

     El muchacho herido se llama Benny, le ha explotado dinamita demasiado cerca en el agujero al que  llaman mina. Tirso está bien, aunque dolorido y con una moradura de escándalo. Aun así coge al niño en sus brazos y nos lo llevamos al puesto medico.

     Cuando sale el especialista que lo ha operado me comenta, ?Marina, si no es por vosotros hubiera quedado ciego, aun así ha perdido casi la vista de un ojo, pero le queda otro?. Sonrío, pensé que solo por estas cosas vale la pena estar aquí.

     La realidad me demuestra cada día que esta pobre gente nos necesita, aunque las autoridades pasan de nosotros como de la mierda, les importa muy poco la salud de los diablos que trabajan por aquí, si se mueren hay muchos otros dispuestos a coger su puesto, de hecho algunas veces hay grandes trifulcas entre ellos que los ruandeses sofocan a palos y si es necesario a tiros.

    Digo esto porque apareció a los dos día de la curación Benny, son de hierro porque no tienen más cojones. Me comentó en un perfecto inglés, aprendido en una escuelita que los jesuitas tienen en su aldea, no le aceptan de momento en la mina y quisiera servirnos de ayuda para cualquier cosa, no le gusta estar sin hacer nada. Desde ese momento colabora con nosotros en lo que le mandemos, y siempre con una sonrisa en su rostro de niño grande.

    Cuando llegó la Nochebuena, decidimos hacer una celebración con todas las gentes del lugar que quisieron venir, la mayoría católicos, aunque nosotros no poníamos trabas si no lo eran.

     Cuando cayó la noche, más de doscientas personas se congregaron alrededor de nuestras tiendas de campaña y repartimos con ellos todo lo que teníamos para comer y beber. No era suficiente porque no esperábamos tanta gente, pero comprobamos casi con lágrimas, como ellos se repartían lo que les había tocado entre los que no tenían nada, aunque poco, todos estaban contentos con algo diferente de comer.

     Entre villancicos, canciones tribales y risas estábamos pasando la Nochebuena cuando vimos subir a toda prisa hacia la llanura donde teníamos la base dos camiones militares y tres 4X4.

     Nos quedamos paralizados, los indígenas más, los soldados nunca eran presagio de nada bueno. Nuestros cooperantes se mezclaron entre la gente para tranquilizarlos y yo me aproximé hacia donde venían los vehículos. Frenaron con estridencia a pocos metros de nosotros, muy cerca de mí bajaron varios ruandeses, todos de uniforme, con sus AK47, pero al hombro. Se me aproximaron, el corazón me iba a mil, ni idea de lo que esta gente pretendía. De los soldados se adelantó uno, llevaba galones y se plantó ante mí, con un perfecto inglés me dio la mano presentándose:

    ?Soy el capitán Ohakuro, del puesto avanzado de Masisi?. Se cuadró con marcialidad profesional.

   ?Dígame que desea, capitán –. Le contesté, esperando lo peor.

   ?Doctora, somos católicos, nos enteramos que estaban celebrando la Nochebuena y nuestros superiores nos han dado permiso para venir a pasarla con ustedes, traemos provisiones, porque me imagino que irán escasos y más viendo toda la gente que se ha congregado por aquí.

    El parlamento del militar me dejó asombrada, se le veía culto y con muy buenos modales, más tarde me comentó que estudió en la Academia Militar de  Sandhurst, Inglaterra. Bueno, después de la sorpresa inicial, de rebajar los niveles de adrenalina que estaban por las nubes desde la aparición de los militares, pude reaccionar y dejar de poner cara de espanto.

    ?Por supuesto capitán, sean ustedes bienvenidos.

    El capitán hizo un gesto a sus suboficiales y los soldados empezaron a descargar y repartir con nuestra ayuda las provisiones propias de un festejo como la Nochebuena.

     Las gentes, ahora contentas y despojadas de su temor se mezclaron con los soldados entre bromas y risas. Como pasa en todas partes, los soldados apenas eran unos adolescentes, solo el capitán superaba los veinticinco años. En el fondo, sin la tensión del conflicto, también eran jóvenes como aquellos diablos que morían, más de cuarenta al día, en las minas por unas miserables monedas.

     Los que se hacían ricos eran en menor medida los compradores locales a las que esas gentes vendían por miseria el material extraído en interminables jornadas de trabajo y luego en una escalera de explotación, los almacenistas y los propietarios de unos grandes camiones que se llevaban el material a los aeropuertos camino de países desarrollados, a costa del subdesarrollo de un pueblo y el enriquecimiento de unos pocos, ¿no les suena?

    La velada trascurría con una alegría acorde con de lo que se estaba celebrando, después de beber y comer hasta saciarse como muchos no hacían en mucho tiempo, empezaron a entonar  canticos navideños tribales y canciones tradicionales europeas que los misioneros les habían enseñado.

     Poco después, un sacerdote presbiteriano británico que trabajaba con nosotros comenzó a decir misa, seguida con devoción por todos los presentes. Casi finalizando la misa, Marie, una enfermera belga de voz prodigiosa empezó a cantar “Noche de Paz”, con una intensidad dramática que hizo derramar  lagrimas a los presentes, soldados incluidos.

     Pero cuando estaba a punto de finalizar, ya dada la bendición, unos gritos hicieron que nos volviésemos a todos.

     Dos o tres negros, capataces borrachos y “puestos” de “coca” hasta el culo proferían todo tipo de insultos contra los extranjeros y los allí presentes. Yo iba a intervenir, pero el capitán me detuvo y mandó a algunos de sus hombres, que en su lengua intentaron disuadir a aquella panda de borrachos, pero uno de los colgados sacó un machete y asestó un terrible golpe en la cara del soldado que tenía más próximo, cayó  entre gritos de dolor, los demás militares se lanzaron sobre el tipo del machete y sus compinches, a culatazos los redujeron. Cuando estaban en el suelo muy magullados, quitaron el cerrojo a los AK y les apuntaron, la intención estaba clara, yo me zafé del brazo del capitán, me puse delante de sus cañones y dirigiéndome al capitán grité con todas mis fuerzas:

    ?Esta noche no capitán, esta noche no por Dios. Llévenselos y sométanlos a un juicio, pero esta noche no es momento para matar a sangre fría por mucho que esos animales se lo merezcan, se lo suplico capitán… es Nochebuena.

    El capitán me miró muy encolerizado con aquellos locos desalmados, mientras, nuestros médicos cogieron al soldado herido y lo llevaron a una de las tienda de campaña, el capitán dudaba, se debatía entre su instinto vengador más atávico, la ausencia de un poder normativo superior y respetado en aquellas tierras y su educación británica.

    La espera fue interminable, los soldados seguían apuntando y las vidas de aquellos miserables estaban más que nunca pendiendo de un hilo. Pero el capitán reaccionó, gracias a Dios, y ordenó algo con gritos autoritarios a sus soldados, bajaron sus AK y se acercaron atando a la chusma y llevándoselos de no muy buenos modos al camión. Los subieron y dos de ellos se quedaron encañonándolos.

    Pensé que poco tardarían aquellos miserables en pasar a mejor vida, pero más no podía hacer, ya bastante milagroso fue que las gentes allí congregadas no tuvieran como final de tan entrañable velada una masacre que estuvo a punto de producirse.

    Ya era tarde pero lo sucedido había acabado de golpe con la Nochebuena, aun así la gente se iba retirando contenta, alabando mi comportamiento y agradeciendo al capital su misericordia.

    Cuando los soldados ya estaban preparados para irse, me despedí del capitán e intenté interceder por esos hombres. Pero el oficial me cortó de raíz:

    ?Doctora, lo que les pase a esos hombres ya no es cosa suya, pero le prometo juzgarlos con la mayor garantía militar que podamos.

    Eso significaba que de madrugada serían fusilados, pero yo era impotente para intentar nada más, me despedí con educación, él también, pero antes de irse, se volvió y me dijo:

    ?Doctora, toda la mierda que pasa aquí a diario es más sangrante de lo que pueda pasarles a estos criminales. Aquí mueren cada día muchos inocentes, y ustedes los occidentales se lavan las manos. Soy militar profesional, tengo que hacer de policía y a veces cosas peores para velar por la defensa de unos intereses que no nos incumben, eso sí que es innoble señora. Creen que con sus ONG`S, limpian su conciencia, pero esto  pasa por la codicia de sus multinacionales, por tanto dinero que convierte a seres normales en animales, en esclavos, en criminales, gentes que antes vivían de su trabajo en el campo ahora son bestias codiciosas, y eso es culpa de occidente, no lo olvide doctora… no lo olvide nunca.

    Me quedé sin respuestas ante algo en lo que tenía razón y no admitía réplica. Me acordé de su hombre herido y le hice un gesto con la mano, paró su 4X4. Le dije que no se preocupase por su soldado, cuando esté en condiciones, le llamaríamos para que  lo lleven a sus cuarteles.

    ?De acuerdo doctora, no me cabe la menor duda de que será bien tratado. De eso se trata doctora, de reparar los destrozos que por su culpa suceden, y eso lo hacen muy bien.

    Se fue sin decir más, serio, concienciado con la injusticia que en aquella parte del mundo se estaba perpetrando, con el visto bueno tácito de las potencias occidentales, para enriquecimiento de las multinacionales y el rosario de intermediarios.

     Me retiré a comprobar el estado del soldado herido y luego me acosté, creo que en esta tierra pasar la Nochebuena en paz es misión imposible, pero por lo menos la gente ha tenido algunos momentos para olvidarse de tanta mierda. Si eso era un consuelo…me fui a dormir, el día como tantos otros había sido movidito.

    Los días seguían pasando con la monotonía del horror diario convertido en forma de vida.

    Yo seguía redactando mi diario, con la intención de que a mi vuelta pudiera servir para concienciar a la gente, bueno, con que fuera a alguna gente me conformaba, pero entre tantos horrores repartidos por el mundo, las conciencias se van saturando, para que al final siga todo igual.

    “Disculpen señores lectores, soy el Doctor Luis Gonzalves, director de la misión humanitaria en Gomá, cerca de las minas de Coltán de Rubaya. Enterado revisando las  pertenencias de la Doctora Santos de la existencia de un diario de campaña me veo en la obligación moral de ponerle fin. La Doctora Marina Santos murió nada más pasar el Año Nuevo por culpa de una bala perdida a resultas de una refriega ente los mineros y el ejercito por culpa de sus míseras y peligrosas condiciones de trabajo.

   Ciento cincuenta mineros y cinco soldados murieron, pero una bala perdida segó el cuello de la doctora, quitándole la vida al instante, sin que se pudiera hacer nada para salvarla. De manera oficial ni investigación habrá, los militares han reconocido que la bala era suya, pero en ningún momento se aproximaron al Hospital, por lo que un tal capitán Ohakuro comunicó que todo fue un desagradable accidente y me trasmitió las condolencias más sentidas de su parte y del Alto Mando. Añadió que la doctora era una gran mujer que  sabía muy bien  dónde estaba,  por desgracia.

    Por mi parte, quiero mandar este diario a Madrid, para ver si puede servir para algo, aunque como decía la doctora, lo dudo, más allá de los círculos de siempre en pocos días la noticia será carne de silencio, pero, no estaría tranquilo si no pusiera este epílogo trágico a la vida de una gran mujer”.

En Memoria de la Doctora Marina Santos.

Rubaya, 3 de enero de 2017

                                                                                      SEUDÓNIMO AMEL