Hace más de un cuarto de siglo que se publicó lo que podríamos llamar la solución final de las ideologías. Seguro que recuerdan aquel ensayo. Según Fukuyama, la evolución ideológica de la humanidad terminó en 1989, cuando él mismo decretó el fin de la historia con la victoria total del capitalismo y la democracia liberal. Los conflictos que pudieran seguir produciéndose en los años venideros ya no serían más que patéticas escaramuzas propiciadas por fuerzas que encarnaban antiguos valores en avanzada fase de descomposición.

Como saben, ésta es una tesis ampliamente cuestionada a la luz de acontecimientos posteriores. Pero no se trata aquí de entrar a discutir un asunto tan controvertido. De hecho, la única certeza que tenemos del tiempo que se abrió en 1989 es la comprobación de que hoy no hay nadie al volante. Sin embargo, sí que estamos en condiciones de cuestionar la identificación que Fukuyama establecía entre mercado y democracia –o, si se quiere, entre liberalismo económico y político. El mercado, que ya había funcionado en la Italia fascista y en la Alemania nazi, también ha triunfado en su versión turbocapitalista en los países comunistas más grandes del mundo, que poco o nada tienen que ver con una democracia liberal.

A la vista de tales hechos, ya nadie puede dudar que el mercado —y, por tanto, la empresa— operan y funcionan en sistemas jurídico-políticos bien diferenciados, y a veces con menos trabas, regulaciones y controles, en países muy alejados del estándar democrático occidental.

Hoy, la idea de que la democracia y el mercado seguirán expandiéndose al unísono como principio dominante por todo el planeta no se sostiene, pero la empresa, a rebufo del enorme poder expansivo del mercado, sí lo hará. Ya lo está haciendo en la China comunista, al igual que en Rusia, Filipinas, Turquía o Ucrania, que son democracias de muy baja calidad. Así que si constatamos esa enorme capacidad de adaptación del mundo empresarial a tan distintos regímenes políticos tendremos que dar por supuesto que no debería influir en el normal desarrollo de la economía y la actividad empresarial, que la estructura del Estado cuente con uno o varios centros de poder, sea centralista o territorializada, responda al modelo unitario o a uno federal.

Ciertamente que todo es más complejo en los Estados compuestos: las relaciones multilaterales, las competencias exclusivas, las compartidas, los conflictos jurisdiccionales, los acuerdos para el sistema de financiación… Pero lo es tanto en las federaciones con más tradición, como EE.UU. que fue la primera, o en Alemania, a la que se le impuso esta fórmula por los vencedores de la II Guerra Mundial, como lo es en Canadá o en España, que han asumido esta estructura para encajar sentimientos identitarios y voluntades de autogobierno en su organización política general.

Como ven, doy por supuesto que España es ya un Estado federal; eso sí, un Estado federal tan diferente a todos los demás Estados federales como estos resultan diferentes entre sí. Esas diferencias son de todo orden y se manifiestan en el nivel de competencias, la distribución de los recursos financieros, la existencia o no de una cámara territorial….

Sí, hay muchas diferencias en el mundo federal, pero quizás la que más importe a efectos de la actividad empresarial es la que distingue al federalismo cooperativo del dual.

Déjenme extenderme sobre este asunto siguiendo a Javier Tajadura cuando afirma que el federalismo tuvo en su origen norteamericano un carácter dual, entendiendo por dual que federación y estados federales eran esferas separadas de poder con competencias exclusivas para cada una de ellas. Esta fue la característica común de los federalismos históricos, todos ellos en permanente evolución.

Fue también en EEUU, durante la presidencia de F. D. Roosvelt, cuando se terminó con esa dualidad competencial entre el poder central y los poderes territoriales. Con el new deal, la yuxtaposición se sustituyó por una colaboración a través de competencias compartidas y relaciones intergubernamentales, dadas las exigencias que impone la complejidad de los asuntos que debe abordar un Estado moderno. Es, por tanto, en los años treinta cuando aparece la diferenciación entre el “dual federalism” y el “cooperative federalism”.

No es un fenómeno exclusivo de Estados Unidos. En Alemania, el más emblemático de los Estados federales europeos, el federalismo cooperativo fue ganando terreno porque el Estado de bienestar necesitó escalas amplias y porque se establecieron poderosos mecanismos niveladores entre los länder.

Así las cosas, hasta 1956 no apareció la primera teoría económica del federalismo —el modelo denominado “competitivo” al que alude Tiebout— que favorece una lógica de mercado en la que los Estados compiten entre sí para atraer empresas o personas en lo que se denomina “votar con los pies”.

Este modelo federal, que reivindica el abandono del cooperativismo y la vuelta al dualismo dotando de más competencias a los Estados para competir entre sí (a la baja) en sintonía con la tesis neoliberal del Estado mínimo, se ha ido imponiendo en los Estados Unidos desde la etapa de Ronald Reagan, reduciendo la influencia del gobierno federal en su papel reequilibrador y dotando a los Estados de más competencias y poder tributario para que compitan entre sí.

Conviene aclarar, no obstante que los federalismos cooperativo y dual son supuestos ideales y que la diferenciación práctica no resulta, como es lógico, tan nítida y feliz: la tensión entre ambos modelos depende en cada tiempo y en cada federación de las preferencias políticas sobre el tamaño del Estado y del nivel de competición que se quiera establecer para la captación de recursos con capacidad de desplazamiento entre las distintas jurisdicciones fiscales de la federación; es decir, para la deslocalización personal y empresarial dentro del marco federal. Esto es, dentro del propio Estado federal.

Fíjense en estos datos. El estado de Nueva York tiene un impuesto sobre la renta con un tipo máximo del 9% y la ciudad de Nueva York añade otro del 2,9%. El tipo del impuesto sobre las ventas es, respectivamente, del 4% y del 4,375%. Por el contrario, New Hampshire no tiene ningún gravamen sobre la renta ni sobre las ventas (Jeffrey Sachs). Pues bien, de ese corte es el federalismo fiscal de EEUU, Canadá, China y la India.

En España también se da ese debate. La preferencia por el federalismo competitivo fue planteada de manera explícita por la derecha política madrileña liderada por Esperanza Aguirre, aunque ha sido una organización patronal, el Círculo de Empresarios, la que desde hace más tiempo y de manera más clara viene reivindicando que se avance en esa modalidad federal, ya que al proporcionar mayores competencias tributarias a las comunidades autónomas fomentaría una competencia entre ellas que empujaría a la baja el gasto público y la presión fiscal.

Naturalmente, ustedes tendrán sus preferencias, que no discuto. A mí me parece que un país tan desequilibrado como el nuestro, en el que la renta de la comunidad más rica prácticamente dobla a la más pobre, pagaría un coste muy alto en términos de cohesión. También me parece abusivo que Madrid, capital política, administrativa y financiera, beneficiada por la concepción radial de España, utilice sus evidentes ventajas competitivas para proponerse a sí misma como refugio para las rentas altas eliminando el impuesto de Sucesiones entre familiares de primer grado, suprimiendo el de Patrimonio o reduciendo el número de tramos en el IRPF con el marginal más bajo del país.

Hay, por tanto, un indiscutible conflicto entre las formas cooperativa y competitiva de la organización federal. Un conflicto vinculado a la tensión entre autonomía e igualdad, un asunto de carácter político y económico que obedece a posiciones discutibles pero racionales y que en ningún caso, y esto conviene subrayarlo, cuestiona la actividad empresarial.

Tampoco la existencia de gobiernos subcentrales (autonómicos en nuestro caso) pone en riesgo la unidad de mercado. Aunque se ha hablado mucho de esto y de las consecuencias de la obligatoriedad de etiquetar en lenguas cooficiales o de ajustarse a regulaciones diferentes, las normas de mercado interior impiden que esta segmentación se convierta en una barrera de entrada, al igual que las leyes de contratos públicos deberían impedir que —por ejemplo — para ejecutar una obra pública de cierta entidad, resultase forzoso constituir una UTE con participación de algún socio local. En los países federales existen varios mercados electorales (17 en nuestro caso), pero un único mercado de bienes y servicios con dimensión nacional.

Llegados a este punto me atrevo a asegurarles que la libre empresa convive, crece y se adapta a distintos sistemas políticos y territoriales y, por supuesto, a la modalidad competitiva o solidaria, cooperativa o dual del Estado federal. A lo que no se adapta es a la inseguridad jurídica, a la inestabilidad política y a la incertidumbre social.

Ninguno de esos supuestos se dan hoy en nuestro país pese a las tres tormentas que han golpeado a la democracia española en los últimos años: la Gran Recesión, la crisis de representación política y los acontecimientos de Cataluña. Las tres han producido relevantes transformaciones en el sistema político español en el que se ha disparado la volatilidad electoral, se han propiciado coaliciones reactivas, se ha complicado la formación de mayorías de gobierno, se ha polarizado el conflicto partidista y se ha abandonado el centro como lugar político al que fluye la moderación.

La cuestión medular es, sin duda, el proceso de secesión de Cataluña, un asunto que por momentos puede dar la sensación de que el país se encuentra inmerso en una lógica bipolar en la que las élites políticas, académicas y mediáticas sugieren casi que el Estado pasa por una crisis existencial mientras la ciudadanía en general vive el problema con una mezcla de desazón, fatiga e indiferencia.

Sin embargo, la reacción a los acontecimientos de hace ahora un año deja claro que la gran mayoría de los españoles intuyen que la independencia de Cataluña sería un fracaso histórico de consecuencias imprevisibles, del que España se tardaría mucho en recuperar. Es decir, la secesión de Cataluña es un asunto sistémico para España y la conciencia de ese enorme potencial desestabilizador está sometiendo a un fortísimo estrés al modelo constitucional.

Una situación así, percibida como inquietante por los ciudadanos, solo puede encararse con confianza si se sabe que tenemos un rumbo. ¿Puede marcar ese rumbo una reforma constitucional?

Para explicarme necesito volver al principio. Nuestros padres fundadores, los constituyentes del 78, emprendieron un camino poco transitado. Decidieron abrir las puertas para pasar de un Estado unitario y centralista a otro articulado en comunidades autónomas. Lo habitual es lo contrario, pasar de la diversidad al pacto federal. Por eso suelo resumir que en España hemos construido un federalismo del revés.

¿Les suena aquel poema de José Goytisolo donde se hablaba de un lobito bueno que era maltratado por todos los corderos? Pues nosotros no sabemos qué mundo al revés soñaban exactamente aquellos diputados.

Tenemos la certeza de que buscaban una salida que permitiera la convivencia, pero nunca podremos certificar cuál era el diseño final porque jamás se explicitó. Por no precisar, ni siquiera se determinó el número ni el nombre de las comunidades autónomas.

La actual Constitución, plena de ingeniería semántica e innovación política, solo puede entenderse en el contexto histórico concreto en el que se aprobó, que es el que explica que no regule el modelo de Estado que acabaría consolidándose sino un proceso a seguir que podía conducir al resultado que conocemos o a otro distinto.

Sin límites precisos y contaminado de entrada por el elemento confederal que incorpora el concierto, el federalismo español se fue moldeando y solidificando a partir de un burbujeo magmático donde las ollas del País Vasco y Cataluña elevaban la temperatura y las demás comunidades se dejaban seducir por los vapores de la emulación. Por todas partes aparecieron juntas, generalitats, justicias, síndicos, procuradores… en un medievalismo que hacía parecer a la autonomía no como la creación de una entidad política moderna, sino como la restauración de instituciones preexistentes que en algunos casos habían sido violentadas u ocupadas. Políticamente, las sucesivas reformas de los Estatutos siempre tuvieron buena prensa porque se trataba antes de no ser menos que el vecino que de gestionar adecuadamente las competencias ya asumidas. Así, el edificio autonómico fue ganando anchuras y alturas a golpe de voladizos y añadidos estatutarios. Mientras, la Constitución quedó como estaba. A ras.

Javier Tajadura lo señala en el siguiente párrafo:

“Al no recoger la Constitución ni la relación de comunidades autónomas ni sus competencias, esas operaciones se difieren a los Estatutos de autonomía. Ello permite que se pueda modificar la distribución del poder en España, una cuestión materialmente constitucional y que incumbe a todos los españoles, mediante la reforma de un Estatuto de autonomía o la aprobación de leyes orgánicas de transferencia o delegación, sin necesidad de activar el procedimiento de reforma”.

Las reformas estatutarias dieron pie a las reclamaciones más ambiciosas, y no sólo por parte de conspicuos nacionalistas. La cláusula Camps propuesta en el Estatuto valenciano es un buen ejemplo de cómo se las gastan algunos a la hora de entender en qué consiste la autonomía. Como consecuencia de esta situación, la presión ha recaído sobre el Tribunal Constitucional, que ha intentado conciliar el juicio técnico con la conveniencia política en más de una ocasión. Seguramente, parte de ese intento explica el hallazgo, singular, de las competencias concurrentes. Ahora cito a Muñoz Machado:

“El Tribunal Constitucional estableció, ante la perplejidad de los demás juristas del mundo, que no era inconstitucional que los estatutos calificaran de exclusivas las competencias autonómicas sobre materias que la Constitución calificaba como exclusivas del Estado, asegurando que cuando dos competencias sobre la misma materia se califican al mismo tiempo de exclusivas están llamadas a ser concurrentes”.

En paralelo al desarrollo autonómico ocurrió otro fenómeno: la expansión institucional, cultural y mediática del nacionalismo, tanto en Euskadi como en Cataluña. No conviene descuidar su repercusión porque en ambas comunidades la simpatía soberanista se convirtió de facto en un requisito para hacer política, porque esa misma ocupación del espacio público también se percibe en otras comunidades (Navarra, Valencia, Baleares) y porque ésa es, al fin y al cabo, la piedra basal de las crisis secesionistas. Las crisis que nos devuelven con melancolía al debate recurrente sobre el ser de España y que ponen en jaque el funcionamiento mismo del Estado.

Creo que sería bueno promover una reforma que reconozca el carácter federal del Estado y cuando hago esta afirmación no me dejo vencer por el entusiasmo cartagenero que tan bien noveló Sender en Mister Witt en el cantón. Admito que mis convicciones federales son descarnadamente pragmáticas: en un país en el que no se puede centralizar la identidad tampoco se puede centralizar el poder.

Sí, creo que sería bueno promover una reforma constitucional que asegure el mejor funcionamiento de un sistema que surgió en un contexto histórico singular y que se desarrolló al margen de cualquier plan o diseño previo. Hoy el reparto de las competencias entre el Estado y las comunidades autónomas es oscuro, ineficiente e inadecuado, consecuencia de un modelo abierto indefinidamente y modificado muchas veces por mayorías coyunturales. Sí, creo que sería bueno reformarlo para clarificarlo, perfeccionarlo y cerrarlo.

¿Serviría además para satisfacer a los nacionalistas? Creo que no, y no solamente porque acabamos de ver cómo una mayoría de representantes de las instituciones de autogobierno de Cataluña subvirtieron las leyes en la que se fundamenta la legitimidad de su propia representación para convertirse en un poder constituyente. También, porque el nacionalismo vasco, que dispone de un trato financiero bilateral con el Estado que le permite blindar lo suyo y a veces decidir sobre lo de los demás, está planteando actualmente, estos mismos días, una relación política con España plenamente confederal en el marco de una reforma estatutaria que diferencia entre los nacionales y los ciudadanos. ¿Se imaginan que algún día hubiera que elegir entre ser un buen ciudadano o un buen vasco, o un buen español, o un buen catalán?

Ciertamente, no puede resultar fácil pactar un nuevo marco constitucional con quienes tienen la expresa intención de superarlo. Además, y sin perjuicio de algún retoque al alza, no creo que la dotación competencial autonómica sea susceptible de una ampliación significativa. Aparte, creo que hoy es más difícil por otras dos razones. La primera, porque la consolidación de las autonomías como verdaderas comunidades políticas y la profundización del autogobierno ha hecho emerger una nueva clase política territorial muy vinculada a sus respectivos mercados electorales que ha ido ganando peso en la toma de decisiones de sus partidos a nivel nacional. En un contexto así, resulta más complicado admitir ningún nuevo hecho diferencial en el marco de reformas constitucionales o estatutarias que reconozca nuevas singularidades en la relación entre Cataluña o Euskadi y el Estado. Las demás autonomías no estarán dispuestas a aceptarlo y aún menos a admitir un privilegio controlado, como se hizo en su día con el País Vasco y Navarra.

La segunda razón que hace más difícil llevar a cabo hoy una reforma constitucional tiene que ver con la inexistencia de la concordia necesaria para abordar una tarea de esa magnitud en el contexto actual de la política española. Son evidentes las dificultades que tiene nuestro sistema político para autorreformarse cuando cuenta en su seno con la presencia de cerca de un centenar de diputados que o bien están en franco desacuerdo con los valores constitucionales y plantean una reforma cuasi constituyente o bien simplemente se sienten comprometidos con unos territorios concretos y tienen como objetivo erosionar los vínculos comunes. Ni se tiene que obviar esta realidad, ni se puede apelar a la reforma solo como simple declaración escapista de la corrección política, ni se debe ceñirla a un arreglo de la situación catalana.

Descartada a corto plazo una reforma constitucional, no podemos olvidar que la cuestión territorial se ha situado en el corazón de un debate en el que se niega a España como Estado de derecho, se considera troceable la ciudadanía, se opone la república a la monarquía parlamentaria y se prefiere la independencia a la autonomía. Con una disputa así tan permanente, agónica y emocional, ningún régimen puede funcionar indefinidamente de manera satisfactoria.

Los acontecimientos de Cataluña han creado una sensación de inestabilidad sistémica en el Estado autonómico, han provocado una crisis constitucional de enorme hondura, han fracturado civilmente aquella comunidad y han intentado reventar nuestra arquitectura constitucional.

A la vieja narrativa de la nación perjudicada por la historia incorporan ahora el combate desigual contra el enemigo imaginario de una España autoritaria, un Estado antidemocrático y una Cataluña sin autogobierno.

Ahora bien, hay dos novedades muy importantes. La primera es que el dilema nacionalista ha ganado en claridad: ahora ya no hay forma de mirar para otro lado porque definitivamente se ha acabado el nacionalismo de amagar y no dar. La segunda es que el desistimiento de la sociedad española al considerar que la crisis era un asunto estanco que se resolvería exclusivamente en Cataluña se ha acabado también.

Hacer como si nada hubiera pasado y mirar para otro lado ya no es posible porque, como decía muy bien Ortega, “toda realidad olvidada prepara su venganza”. No podemos olvidar que los independentistas han quebrado civilmente Cataluña hasta el punto de que no existe allí una comunidad política integrada y reconocida, sino dos. No existe una disputa entre Cataluña y España; lo que existe es un enfrentamiento entre las instituciones catalanas de autogobierno y el Estado y, sobre todo, existe un conflicto entre catalanes. EL laberinto catalán ya no puede entenderse sin el reconocimiento de esa profunda fractura no sólo política, sino, y sobre todo, social.

Afrontar el desafío exige el reconocimiento de esa realidad y también de que no se trata sólo de que una parte muy relevante de la sociedad catalana se incline hacia el nacionalismo, sino que está inducida, orientada y espoleada por él. Más aún, las élites políticas independentistas y sus intelectuales orgánicos promueven la movilización activa, intensa, reiterada y pacífica de una parte de la sociedad catalana para presentarse como la prueba evidente de la calidad democrática del independentismo.

Sí, existen dos comunidades en Cataluña diferenciadas por sus sentimientos hacia España y divididas políticamente por sus distintas aspiraciones de autogobierno, pero que aún comparten un único espacio público y una única ciudadanía. Ahora bien, si aceptamos que en ese espacio público una de las dos comunidades imponga su historia como historia común; si permitimos que se identifique la lengua, las costumbres y las creencias de una de las dos comunidades catalanas como la única expresión de la cultura catalana común; si unionistas e independentistas no comparecen en igualdad de condiciones en la dimensión no solo física, sino mediática y cultural del espacio público catalán, entonces, y descartado un vuelco en el corto plazo hacía una mayoría social incuestionable, los independentistas continuarán en el uso sectario de su poder político institucional para romper el empate entre las dos comunidades que hoy conforman la sociedad catalana.

Una ciudadanía catalana, activa movilizada y desacomplejada, sin temor al señalamiento, es la única manera de convencer a la mayor parte de la sociedad de que el Estado tiene propuestas para Cataluña que el soberanismo no puede ofrecer. Esto es crucial porque, reales o no, hay muchos agravios, resentimientos y fobias que están ahí incrustados en la memoria común y los pueblos no se reconcilian con su pasado hasta que sienten que tienen un futuro económico, político y social también común.

Antes me refería a los indudables contrastes organizativos y funcionales que existen en el mundo federal y creo que resulta imprescindible precisar el tipo de federalismo que queremos vertebrar. Se preguntarán cómo podemos construirlo en tanto permanece bloqueado el texto constitucional, pero no es necesario reformar la Constitución para reformar el Estado haciéndolo más cooperativo y solidario o más competitivo y dual: basta con cambiar el sistema de financiación. En realidad, vamos camino de hacerlo por séptima vez, y quienes reclaman más poder tributario, mas territorialización de los recursos y más competencia fiscal no son sólo la derecha política madrileña a la que antes aludí o determinada organización empresarial, sino, y sobre todo, los gobiernos de comunidades en las que las preferencias sobre el reparto de los recursos financieros se entrecruzaron con demandas de reconocimiento nacional.

A este debate, el de la financiación autonómica, deberíamos estar muy atentos tanto los grupos políticos como las asociaciones empresariales porque si pasamos de la necesidad de gasto a las capacidades fiscales, de la nivelación total de los servicios a la parcial, si se aumenta el poder tributario y se estimula la competencia fiscal, estaremos avanzando hacia una determinada modalidad federal con consecuencias sobre la igualdad, la localización empresarial y el equilibrio territorial.

Termino ya. El problema del Estado autonómico viene de lejos porque en la transición cualquier precio a pagar parecía barato a cambio de una convivencia cierta, duradera y democrática. El coste ha sido la fragilidad de lo nacional, porque la deslealtad de los partidos nacionalistas con el pacto político constituyente ha impedido que el Estado autonómico propiciase una dinámica de integración.

Tenemos por delante un largo trayecto que habrá que recorrer con el escepticismo y el espíritu crítico de quienes ya fuimos engañados una vez, conscientes de que mienten quienes nos venden lo fácil, que el buenismo no basta y que el realismo, la seriedad y la prudencia consiste en saber esto y no eludir las decisiones difíciles.

Podemos disculpar nuestros viejos errores porque no sabíamos lo suficiente. Ahora que tenemos conocimiento de ellos, sería imperdonable que nada cambiara. 

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