La Navidad es un tiempo en el que se conmemora el nacimiento de Jesucristo. Son unas fiestas de origen religioso, que se han convertido en paganas, ¿o quizás siempre fueron paganas?

Lo cierto es que no se sabe cuándo ni porqué se estableció el 25 de diciembre para esta conmemoración, pero así lo es desde hace mucho tiempo; son además fechas de vacaciones escolares y esto es lo que más les gusta a los pequeños.

Los niños de aquel pueblo, al no tener que ir a la escuela, dedicaban su tiempo a jugar en el parque. Allí, desafiando las inclemencias climatológicas, el frío y la nieve, se reunían todos los días para disfrutar con los juguetes que cada uno  aportaba: Manuel llevaba una pelota de goma un poco fofa, Cayetano un balón de reglamento radiante, igual que el que se utilizaba en las competiciones oficiales; María una muñeca de trapo que le había hecho su mamá, Arantxa una muñeca Pepona que lloraba si se le daba un azote, que al moverla abría y cerraba los ojos, y que hasta sabía andar sola. Pero a todos les gustaba jugar con la pelota de goma, la muñeca de trapo y aquel caballo que no era otra cosa que una escoba vieja que Pepito le había quitado a su madre. De modo que el balón de reglamento y la Pepona se quedaban junto al muñeco de nieve, que los niños habían hecho, contemplando cómo todos eran felices compartiendo los juguetes más modestos e ilusionándose mientras pensaban que en pocos días los Reyes Magos les traerían otros nuevos con los que jugarían el próximo año.

Con esta monotonía; solo interrumpida el día de Nochebuena con la ronda que hacían por las calles del pueblo pidiendo “El Aguinaldo” de casa en casa,  transcurrían las Navidades año tras año; hasta que un mes de diciembre pasó por el parque un señor muy gordo vestido de rojo y con una poblada barba blanca, que dijo llamarse Papá Noël, y que, adoptando una actitud bondadosa, los engatusó diciéndoles que de aquí  en adelante, cada año les traería juguetes por Navidad para que no tuviesen que esperar a que llegase el día de  Reyes. Para eso, lo único que ellos deberían hacer consistía en pasarse por el bazar que había en la Plaza Mayor, allí elegir los juguetes que más les gustasen y decírselo a sus padres para que ellos echasen la carta en el buzón que había junto a la línea de cajas; dirigida a Laponia, donde él tenía sus almacenes.

A partir de entonces, los regalos que recibirían los niños, dependerían de la posición social de sus respectivas familias. En fin, que el dueño del bazar y sus ideas comerciales habían conseguido crear en ellos un nuevo sentimiento llamado envidia; puesto que ahora Cayetano ya no dejaba jugar a Manuel con su arma polivalente de matar extraterrestres, pues aquel la consideraba muy superior a la peonza que Papá Noël le había traído a este; ni Arantxa compartía con María su colección de “Barbies”, entendiendo que era mejor que la “Barriguitas” que había recibido esta; tampoco saldrían juntos a pedir “El Aguinaldo”. Y así fue como quedó destruida la amistad de aquellos niños e implantado otro nefasto sentimiento: el egoísmo.

Los años iban pasando mientras los niños crecían; siendo ya adolescentes dedicaban sus vacaciones de Navidad a otra actividad basada en una costumbre muy arraigada: instalar en cada casa “El Belén”. En este quehacer más piadoso, ponían gran empeño y era dónde se volvían a encontrar y colaborar otra vez como buenos amigos.

Esta tradición servía para compartir el trabajo los pequeños con los mayores: padres e hijos, y vecinos con vecinos; estableciendose entre ellos el verdadero Espíritu de la Navidad.

Durante esas fechas, aquel pueblo era un ejemplo de concordia. Padres, madres, niños y niñas de unas u otras casas; todos formaban una gran familia, cantaban villancicos, tocaban la zambomba y  olvidaban todas las rencillas que hubiera habido a lo largo del año que estaba próximo a finalizar.

Pero los más pequeños del pueblo seguían jugando en el parque, con pelotas de goma, muñecas de trapo y escobas convertidas en caballos; y escribiendo sus cartas a Papá Noël y también a los Reyes Magos.

                 Pasaron unas cuantas Navidades más y llegó un día en que Pepito (el niño del caballo/escoba) se convirtió en el alcalde de ese pueblo. Don José, que así se hacía llamar ahora, decidió poner fin a una situación tan insolidaria, y escudándose en la crisis que padecían algunas familias, decretó el cierre del bazar y mandó a Papá Noël y sus renos a buscar trabajo a los países nórdicos, de dónde habían venido.

Desde ahora, y como había sido antes, todos recibirían cada año los juguetes que les trajesen los Reyes, y que serían mejores o peores dependiendo de lo más o menos buenos que ellos hubiesen sido a lo largo del año, pues los papás se encargarían de enviar a Oriente las cartas, informando a los Reyes del comportamiento y de las notas que cada niño hubiese obtenido en el colegio.

Estos papás de ahora, eran los protagonistas que conocíamos al principio de esta historia; y sus hijos los nuevos destinatarios de regalos, obligados a portarse lo mejor posible y a estudiar mucho para merecerse los juguetes de los Reyes Magos, y destinados, además, a seguir con la tradición de montar los Belenes.

Pero ahora, los juguetes ya no los compartirían en el parque, sino que se juntarían en la ludoteca o en sus respectivas casas para jugar con la “Tablet”, la “Wii” u otros juegos modernos; y compartirían, eso sí, aquel carbón que había inventado un paje de los Reyes Magos para los que no se habían portado bien, pero que sabía dulce, y que sirvió para recuperar la amistad de los niños sin distinción de clases.

Cuando D. José volvió a ser Pepe, hubo otro alcalde que tenía intereses en una cadena de bazares y jugueterías, el cual consiguió que se volviese a abrir el bazar e invitó a venir al pueblo a otro personaje: Santa Claus, que venía del Polo Norte con nuevas ideas comerciales.

Otra vez volvería a haber regalos por Navidad y también por Reyes; para los niños y también para los padres. En aquel bazar había de todo: Para los mayores bastones de golf, pelotas y raquetas de pádel, drones, etc.; y para los pequeños trenes eléctricos, scalextrics, bicicletas, camiones de bomberos, todo tipo de juguetes electrónicos y teledirigidos, muñecas tan perfectas que hasta se cogían la gripe, casitas de muñecas maravillosas, y toda clase de adornos para los árboles de navidad que habían sustituido a los Belenes en los hogares de nuestros protagonistas, y que también se vendían allí.

Han transcurrido más años, las Navidades siguen celebrándose de una u otra manera generación tras generación, y ahora Manuel, Cayetano, María, Arantxa y Pepito celebran estas fiestas de otra manera: Organizando los encuentros familiares en torno a unas mesas llenas de mariscos, turrones y de nostalgias; y escribiendo las cartas a los Reyes Magos, a Papá Noël y a Santa Claus, para sus hijos y también para sus nietos; finalizando todas estas celebraciones con el típico Roscón de Reyes.

Ellos siguen siendo las víctimas de esta sociedad de consumo que, tras superar la Cuesta de Enero, se dispone a afrontar nuevas oportunidades de negocio: Los Carnavales, el día del Padre, de la Madre, la noche de Halloween, el Viernes Negro, etc. Siempre de la mano de las grandes marcas comerciales promotoras de tantos eventos y conmemoraciones.

Pero a los vecinos de este pueblo, ese aspecto materialista no les importa; ellos saben vivir la Navidad plenos de FELICIDAD.