La pequeña Elisa tenía cara de lista. Picarona y algo trasto, encontraba siempre la forma de salirse con la suya. Sus padres se lo consentían y ella sabía sacarle partido.

Su madre se llamaba Patricia y era todo dulzura. Ahora que Elisa ya iba al colegio, Patricia se planteaba que el tiempo se iba esfumando y que sería bueno volver la vista hacia Manuel, su marido, a quien últimamente tenía un poco abandonado. Entretanto él se ocupaba de sus asuntos, trabajando mañana y tarde en la oficina, y poniendo la mejor cara posible por las noches, cuando los tres se reencontraban en la casa.

Aquel invierno, Manuel y Patricia estaban especialmente preocupados por conocer si Elisa ya sabía del secreto de la magia de los reyes. Pensaron que era necesario ayudarla a crecer, porque no resultaba conveniente dejarla indefensa ante las indirectas que sus compañeras precoces le estarían lanzando. Sin embargo las diversas estrategias encaminadas a intentar transmitir la información en las mejores condiciones para justificar el necesario engaño, solían chocar con esa especial habilidad de Elisa para salirse por la tangente. Finalmente, Patricia decidió afrontar los riesgos de  averiguar el estado de la cuestión en la mente de su hija, abordándola de cara. Así que fue a su encuentro. La niña estaba tumbada en la alfombra de su cuarto, jugando con su Barby:

- A ver, Elisa, ¿qué vas a pedir este año a los reyes?

La niña contestó con una inusual seguridad. Lo tenía bien pensado.

- Pues un “hombre”

- ¿Un hombre?

- Sí , un hombre...

Patricia se quedó petrificada. ¿Qué se podía hacer o decir al respecto?

- Vamos a ver, Elisa: ¿qué es eso de un hombre?

- Pues un hombre. Yo no he teniro nunca...

- Ya, ya, pero escucha: los reyes sólo pueden traer juguetes.

Elisa miró a su madre con un gesto inexpresivo. Ese gesto que ponía cuando lo que le decían no le cuadraba o no le interesaba en absoluto. Después, la niña salió corriendo hacia el pasillo con la Barby desnuda entre sus manos y su madre, visto lo visto, decidió que lo mejor sería continuar el interrogatorio en otro momento.

La noche de reyes, después de disponer los zapatos limpios delante del tresillo, Patricia comenzó la tarea de envolver uno por uno los regalos:

Para su hija, además de las pinturas, de los cuentos y de los juegos reunidos, un Ken, vestido con un frac impecable, que sonreía a la espera de su cita con Barby.

Para Manuel una camisa y un billetero.

Finalmente, para ella: un abrigo con cuello de piel de armiño, que extendió sobre el sofá sin envolver. Era éste un regalo que se hacía a sí misma, aunque también contenía un mensaje cifrado para su marido. El mensaje era un requiebro hacia el pasado, porque, cuando ella y él se conocieron, el tacto de un abrigo de mouton que su hermana le había prestado sirvió para que Manuel declarara una especie de particular sensibilidad hacia lo suave y blando:

- "Me encantan los ositos de peluche" - había dicho entonces él, mirándola sonriente.

Ahora, transcurridos más de diez años, Patricia quería recordarle aquella confesión llena de ternura y de ingenuidad y decirle que era por eso, precisamente por eso, por lo que se había enamorado de él.

Apenas despuntó el alba, Elisa se levantó de la cama y se fue directa al salón. Los reyes ya habían llegado, era evidente: dos polvorones desmigados, restos de tres copas de licor, los regalos perfectamente envueltos y... "¡Qué sorpresa! ¿Cómo podría ser posible?". Elisa gritó muy alto, para que la oyeran todos:

- “¡Papa! ¡Mamá!”

Sus padres llegaron volando. No querían perderse su reacción. Esperaban verla delante del árbol y del Belén abriendo los paquetes, sorprendiéndose ante Ken o corriendo a su dormitorio a la busca de Barby... Él, incluso, venía con la cámara de video para grabar su sonrisa y su gesto de niña feliz... Pero alguien había cambiado el guión, las cosas no salían como se había previsto. Elisa no buscaba sus zapatos ni se fijaba en sus paquetes, sino que señalaba con el dedo índice extendido hacia el abrigo de su madre. Con gesto de asombro, haciendo un gran esfuerzo para sobreponerse al nerviosismo, repetía una y otra vez:

-"¡Papá!, ¡mamá!, mirad: el rey mago se ha olvidado la capa... Mirad, mirad... El rey mago se ha dejado aquí su capa... Se ha dejado aquí su capa..."