Antón Villalcón contemplaba el paisaje que se extendía ante sus ojos desde la única ventana del pequeño apartamento alquilado.

 Caía mansamente la noche sobre la ciudad de Bruselas y el parque cercano empezaba a ser invadido sin remisión por una espesa niebla que no tardaría en ocultar cualquier objeto visible, incluidas las robustas farolas de hierro fundido, ya encendidas, que diariamente servían, además de nidal ocasional de algunas palomas, para espantar parcialmente las sombras de la noche. Pronto sería Navidad y, de momento, él era el único eurodiputado de su grupo que todavía no había reservado vuelo en ninguna compañía aérea para regresar a su tierra y pasar esos entrañables días con sus familiares y amigos.

         Se sentó en el sillón orejero del salón y cogió el papel donde, poco antes, había terminado de garabatear la letra de un sencillo villancico que él mismo había compuesto durante uno de esos días de diciembre, después de inspirarse en su trabajo diario en el Parlamento Europeo; un villancico que había titulado “Euro-villancico” y al que, no tardando mucho, intentaría ponerle música con su vieja guitarra española que, apoyada contra la pared, descansaba en un rincón de la estancia. Tras beber otro sorbo de cerveza, volvió a leer en voz alta el estribillo y las distintas estrofas del villancico:                                                

                             Veinticinco de diciembre: Navidad.

                             Veintisiete pueblos forman: Comunidad.

                            Veintisiete  estrellas, en una sola bandera,

                            el Portal alumbrarán.

                            

                            Euro-Euro-Euro, Euro-villancico

                            de los europeos, de las amistades

                            y los buenos deseos.

                            

                            Ya está el belén en Bruselas,

                            donde nacen las ideas.

                            Viste José traje negro

                            y María pantalones.

                            En avión llegan los Reyes.

                            Y pastores sin rebaño

                            quieren ver al Comisario.

                            

                            Euro-Euro-Euro, Euro-villancico...

                            Discuten por las patatas,

                           por el pescado y el vino.

                          También hay graves trifulcas

                          por la leche y el olivo.

                          Y al Niño, que dormido está,

                          la letra eñe quieren birlar:

                          ¡Así sueño jamás tendrá!

                            

                          Euro-Euro-Euro, Euro-villancico...

        

         Por supuesto que no se trataba de un villancico al uso, de esos que se caracterizan por ensalzan los días navideños y todo lo que, en teoría, ellos representan. Incluso, pensándolo detenidamente, a más de uno le parecería irrespetuoso, de mal gusto, por tratar, de manera informal, un tema tan serio y tradicional como sin duda lo es el de la Navidad. Pero Antón sabía que, en los tiempos actuales, un poco de ironía no le vendría mal a nadie, sobre todo a muchos compañeros suyos a quienes el cargo y el abultado sueldo de eurodiputado se les habían subido a la cabeza, olvidándose por completo de que solo estaban allí de paso y porque así lo habían querido los ciudadanos que los eligieron directamente en las urnas de sus respectivos países para defender sus legítimos intereses ante las más altas instancias europeas.

         Antón dejó el papel con el villancico sobre la mesa del pequeño salón y pensó en la Navidad. A estas alturas del siglo XXI, nadie dudaba de que esas fechas tan importantes del año, cuando en casi todo el mundo se celebra la Natividad del Hijo de Dios, han de estar presididas por los mejores y más profundos sentimientos del ser humano; unos sentimientos que no han de quedarse en el interior de cada cual, sino que luego deben materializarse en acciones concretas que hagan que los hombres se unan más que nunca para hacer un mundo más justo, más solidario. Porque muy pocas personas sabían que, hoy día, en la vieja Europa, en la rica y próspera Europa que tanto sudor y lágrimas costó construir desde la firma de los Tratados de Roma hace ya sesenta años, más de ochenta millones de  ciudadanos (cerca de un dieciocho por ciento de su población) carecen de los recursos necesarios para cubrir sus necesidades básicas, lo que lleva a situaciones graves de exclusión que hace peligrar, entre otras cosas, la frágil cohesión social de las veintisiete naciones que, de momento, forman esa maravillosa idea, hecha realidad solo en parte, denominada Unión Europea; una comunidad supranacional que parece estar agrietándose por momentos, debido sobre todo a intereses partidistas y a que los hombres no hemos comprendido todavía el verdadero significado de esa hermosa frase que tanto hemos pronunciado a lo largo de la historia: “La unión hace la fuerza”.

         En una pequeña mesa de estudio, situada junto a la ventana de la estancia, descansaba un grueso volumen en cuya portada podía leerse “Indicador AROPE” At Risk of Poverty and/or Exclusion (Riesgo de Pobreza y/o Exclusión Social). Bien mirado, ese monumental trabajo, compendio de otros mucho más minuciosos, no era más que un frío tomo repleto de cifras aún más frías e impersonales; con numerosos y precisos datos estadísticos que, durante los últimos meses, Antón había contribuido a actualizar para luego presentarlo ante una de tantas comisiones de la Eurocámara, a la que acudiría próximamente representando a su grupo parlamentario. Y aunque él nunca fue un entendido en matemáticas ni estadística, todas esas cifras indicaban, sin lugar a dudas, que aún quedaba muchísimo trabajo por hacer; y más cuando de un tiempo a esta parte habían saltado todas las alarmas en las más altas instituciones comunitarias debido sobre todo a la masiva e incontrolada llegada a Europa de personas que, en la mayoría de los casos, lo habían perdido todo o casi todo en sus países de origen a causa de la violencia que siempre engendran las guerras y el terrorismo, y a las que ahora era necesario alojar, alimentar, vestir y procurarles una vida digna en los diferentes países de acogida.

         Y si bien era cierto que, durante esos alegres días navideños, nacería, como todos los años, el Hijo de Dios para enviarnos un claro mensaje de paz y renovar las esperanzas del mundo, no lo era menos que, posiblemente, otros hijos −estos de los hombres−, ya sin esperanza alguna, morirán ahogados durante esos mismos días, después de que la frágil embarcación en la que navegaban (propiedad de verdaderos bucaneros del siglo XXI), naufrague por cualquier causa; sin haber logrado alcanzar la ansiada costa de la que, para ellos, iba a ser tierra de promisión. Paradojas de la Navidad.

         Pero incluso así, con todos los problemas habidos y por haber, Antón seguía considerando que la Navidad era una época muy especial para gente como él; unas fechas entrañables y familiares en que las muchas y graves preocupaciones que acechaban a la humanidad parecían pasar a un segundo plano, propiciado en gran parte por el retorno al hogar y el reencuentro con los seres queridos y por volver a revivir todos aquellos hermosos instantes de la niñez casi olvidada y, por qué no, también privilegiada: vacaciones, belenes y árboles de navidad, lucecitas de mil y un colores, reuniones, turrones y polvorones, comilonas, cabalgatas de reyes, villancicos, regalos…

         Antón Villalcón, uno de los más jóvenes y prometedores diputados del Parlamento Europeo, todavía recordaba, por haberlos aprendido de memoria en sus tiempos de niñez, unos bonitos versos de nuestro Siglo de Oro, dirigidos a otro Antón, en los que se hablaba de las sensibles telas del corazón; las mismas telas que en los días navideños brillan con luz propia en el interior de cada uno de nosotros para desear a los demás paz y felicidad, y que luego, tras los buenos deseos del año nuevo, van apagándose poco a poco con el pasar de los días hasta desaparecer casi por completo. Pensó que ahora, más que nunca, Europa y el resto del mundo necesitaban que esas sensibles telas, connaturales al corazón de los hombres, brillasen como jamás lo habían hecho antes y, además, lo hiciesen de manera ininterrumpida, imperecedera, con la sublime misión de alumbrar continuamente los oscuros y cada vez más complejos problemas a los que se enfrentaba la siempre difícil humanidad. Quizá este modesto villancico, que él mismo había compuesto durante los últimos días, fuese la diminuta mecha que encendiera de forma permanente la tela de su corazón y contagiase de alguna manera a todos sus muchos compañeros de la Eurocámara para acometer con renovadas energías la ardua tarea que todavía les quedaba por delante. Se levantó del sillón y, cogiendo su vieja guitarra española, empezó a afinarla para intentar ponerle música al villancico, su villancico:

                             

                             Veinticinco de diciembre: Navidad.

                             Veintisiete pueblos forman: Comunidad.

                             Veintiocho estrellas, en una sola bandera,

                             el Portal alumbrarán…