María salió del centro comercial con un montón de bolsas llenas de regalos. Ya era de noche y las estrellas no podían competir con las luces de la Navidad.

María estaba pletorita de felicidad. Había pasado una tarde estupenda eligiendo los regalos navideños para su familia. Estaba segura de que había acertado con todos. A su hija le había comprado una muñeca que hablaba, cantaba y andaba, un juego de mesa y un rompecabezas. A su hijo, un coche teleridigido, una pelota y unos patines. Para su madre, unos guantes, un yérsey y un libro. A su marido, le había comprado dos corbatas y un par de camisas. Estaba deseando llegar a casa y envolverlos todos.

Le encantaba la Navidad. Pensó en la decoración que este año iba a poner en casa. No le podía faltar un hermoso árbol de Navidad. Recordó el que había visto en el centro comercial adornado con bolas blancas y en los adornos en todas las tiendas, todo estaba en su mente y le hacía sentir una euforia desmesurada.

Llegó a la estación de tren justo cuando éste llegaba. Había mucha gente como ella con bolsas repletas de cosas.

Pudo sentarse,  empujando un poco a un lado y a otro. Con los paquetes en su regazo se dejó llevar por el vaivén del tren.

Le quedaban dos paradas cuando una voz cavernosa, oscura e inquietante se escuchó entre la masa de gente.

María  enseguida vio como la masa de gente se movía inquieta y dejaba paso a un ser humano, que María denominó para sí, cosa. “¿Qué es esa cosa?”, fue lo que dijo para si misma.

La cosa era un hombre vestido con ropa sucia y ajada, enteco, encorvado, que arrastraba los pies como  si estos pesaran varias toneladas. Sus mejillas se hundían hasta quedar pegadas al hueso. Los ojos eran pozos oscuros sombreados por más oscuridad. Los labios, una delgada línea difusa. El pelo, ralo, volaba en una cabeza diminuta, consumida por las fatigas.

¿Y qué decía o más bien musitaba? “Tengo hambre, una ayuda”.

María, al escuchar esas palabras, agarró sus paquetes con más fuerza que antes y deseó que el hombre, que se había parado cerca de ella, se perdiera de vista cuanto antes, pues no podía soportar el olor que despedía.

Tampoco lo soportaba el hombre que estaba sentado al lado de María, que dijo: “Cómo huele”, refiriéndose a la cosa.

La masa miró al hombre que había dicho eso con espanto, también miraron a la cosa, pero nadie le daba una moneda, todos bajaban la vista cuando la cosa les imploraba.

En un momento dado, el tren dio un traqueteo brusco y la cosa casi se cae encima de María.

María le gritó que tuviera cuidado y se agarró con más fuerza a sus paquetes, como si intuyera que si no lo hacía la cosa podría quitárselos.

La cosa le pidió disculpas ante la mirada, ahora sí, agresiva de la masa.

El tren paró por fin, y la cosa salió del vagón entre los suspiros de alivio de la masa.

Maria se recuperó pronto de la desagradable situación vivida y volvió a sus pensamientos navideños. ¿Dónde estaban? ¡Ah! Sí. En la comida navideña.

La cena tiene que ser especial, como corresponde a estas fechas tan entrañables. No podía faltar pavo, cordero, entremeses varios, langostinos, turrón...