Tenía que ser en Navidad, tenía la poca decencia de dejarme en estas fechas y encima le daba igual. Decía que era un día como otro cualquiera, que estuviera enmascarado de colores, luces, canciones, dulces y niños con panderetas no se iba a echar atrás. Había tomado una decisión y no había vuelta atrás.

La verdad que si hubiera sido en otro momento, me hubiera afectado de la misma manera. Sólo es que ver la felicidad en el resto del mundo cuando tú estás tan jodida por dentro es asqueroso y encima tienes que disimular que compartes la ilusión de ¿qué? De que te hagan regalos sin motivo, de que te empaches de comida para luego arrepentirte de tal cantidad de langostinos y polvorones que te has metido para el cuerpo y que tienes que eliminar antes del verano, porque sí, sus consecuencias se extienden más allá de lo esperado, de que no importe el frío que haga porque alguien te ayudará a apaciguarlo, de que la familia se reúna una vez al año y por compromiso cuando todos sabemos que más de uno estaría deseando estar en otra parte en esos momentos y así es cuando, tras la cena, todos salen despavoridos a tomar unas copas con los amigos. Esa es otra. ¿Quién de los dos se queda con los amigos? Por fastidiar yo, los vi primero. Éramos unos niños, pero yo me acerqué al pupitre de María mucho antes que él. Atrás quedaron los tirones de pelo, las sacadas de lengua, las zancadillas a destiempo, los deberes copiados, los balonazos descuidados, las meriendas de Nocilla, los trabajos a medias, las notas compartidas, los besos robados en la parte trasera del gimnasio durante los recreos, los celos ante la nueva alumna, las borracheras improvisadas, las pellas inadecuadas, los besos no tan robados en la parte trasera de su coche, las escapadas a la playa en los puentes, las promesas incumplidas, los juramentos fallidos, las cartas a mano entregadas por debajo de la puerta que siempre leía mi padre antes que yo, las originales felicitaciones por mi cumpleaños, los típicos Christmas por Navidad, las cenas de aniversario en otro día por su mala memoria…

Mirando estas luces de colores, escuchando estos absurdos villancicos y comiendo turrón como si no hubiera mañana me vienen a la cabeza todos estos recuerdos que ya me parecen tan lejanos. Mi padre me dice “qué te pasa”  y yo me encojo de hombros porque no lo sé. Quizá sea porque su adiós supone romper con todos esos recuerdos, mejor dicho, porque su adiós supone que no habrá más recuerdos a los que mi cabeza pueda hacer referencia en un día como hoy. Hasta aquí llegamos, como una películas que acaba y te quedas con ganas de más, con ganas de saber qué ocurre a continuación porque la vida sigue, siempre sigue, no es el final para dos personas que luchan por estar juntas y cuando lo consiguen ¿se acaba el cuento? No, de eso nada, ahora empieza lo mejor. Quizá mi cuento empiece ahora y este capítulo de tantos años haya sido sólo el prólogo. Quizá mi cuento sea un cuento de Navidad donde el bien acaba con el mal, donde la alegría se impone a la tristeza, donde la esperanza reina sobre la desesperación, donde todo es algodón de azúcar, donde en cualquier lugar es posible ver nevar y donde los sueños se hacen realidad. Realidad, allí es donde vuelve mi mente.

¿Qué he hecho para que me deje? Éramos la pareja feliz, el dúo ideal, los novios perfectos que no necesitaban de un papel para sellar su compromiso de fidelidad y cariño. Con la presencia del otro nos bastaba, sin niños que malcriar, sin mascotas que cuidar, sólo nosotros, para dedicar el máximo de tiempo del que disponíamos en el otro. Pero parece que no ha sido suficiente. Mi padre me quita el turrón, me limpia una lágrima de la mejilla y me sonríe diciéndome con ese tierno gesto que no pasa nada, que estaré bien, que hay algo que nunca me va a abandonar y eso es la familia. Ellos estarán ahí siempre, para hablar, para discutir, para regañar, para compartir todos los momentos que yo quiera. Y ahora me doy cuenta que haberme centrado en una sola persona me ha alejado de lo verdaderamente importante. No es que él no lo fuera, todo lo que hemos vivido me ha dado la vida y siempre elegiré por el corazón, pero sé que tenía que haber dedicado más tiempo a ellos, a los que cuando no estén, verdaderamente echaré de menos y me recriminaré no haber pasado el suficiente tiempo con ellos, con los que me han ayudado a convertirme en la persona que soy ahora. Mi madre me tiende un gorro de Papá Noel y me lo pongo sin rechistar. Mi hermano me acerca una zambomba y me guiña un ojo. Brindamos por el año que viene, por lo que vendrá y nos sucederá, por que lo bueno sea realmente bueno y lo malo, no tan malo. Por que dentro de un año estemos exactamente en el mismo lugar donde estamos ahora y sin ninguna baja, si eso con más aforo porque creo que mi cuñada ha comido bastantes más polvorones y turrón que yo, como para alimentar a un regimiento, vaya. Y mientras bailamos y nos abrazamos me olvido del motivo de mi tristeza por un momento, me olvido de él porque estoy segura que me merezco algo mejor, algo que me llegará en su debido momento, mi cuento de Navidad, y no tengo prisa.

La mente del ser humano es compleja y en los momentos de exaltación, pues eso, se exalta. Y el alcohol ayuda. Ahora estoy despotricando con María lo hijo de su madre que ha sido él por cortar conmigo en estas fechas, bueno por cortar conmigo a secas. Y sin avisar, sin verlo venir, sin anestesia. El gorro de Papá Noel me cae de mala manera y me duelen los pies de los malditos tacones que las bajitas nos obligamos a poner para parecer más altas. Él ha tenido la decencia de no salir, al menos puedo desahogarme a gusto y quedarme con nuestros amigos. No sé cómo lo vamos a hacer, cómo lo voy a llevar, vivimos en la misma ciudad, frecuentamos los mismos lugares y tenemos los mismos amigos. Estamos jodidos. Él más que yo, yo soy la abandonada, me deben compasión. Al menos hasta que sepa cuáles han sido sus motivos. Quizá el que no avanzábamos, el que me negaba a salir del cascarón, a cambiar de vida… me gusta mi vida. Quizá sea ese el problema, yo la veo mi vida, no nuestra vida.

Me despierto desorientada, con un dolor de cabeza importante y con olor a churros y chocolate, esa es la pista de que estoy en casa, en la casa que me vio crecer, la casa de mis padres. Nunca he sentido nada más mío como esta casa. Siempre será nuestra casa. Siento frio y me asomo a la ventana. Mi hermano está haciendo un muñeco de nieve mientras su novia lo mira embelesada. Es hora de aportar mi granito de arena a la obra de arte. Bajo como estoy, en pijama, y arropada bajo una manta gigante. Él está de espaldas a mí, aprovecho y le lanzo una bola de nieve que impacta en su trasero, se tambalea y me río con ganas. Cuando me pilla, sale corriendo en mi dirección y yo huyo lanzándole la manta para despistarle. Me dura poco la huída, me atrapa y nos caemos. Él empieza a hacer el ángel en la nieve y yo le imito. Somos como dos niños atrapados en dos cuerpos adultos y espero que así sea siempre. Su novia niega con la cabeza y se va para dejar que disfrutemos a solas. Cuando resolvemos que nos estamos quedando congelados, ponemos la manta al muñeco de nieve, sí, es mi aportación artística, y abrazados del hombro nos encaminamos hacia la cocina para degustar ese chocolate. Bueno, degustar para nosotros es mucho decir. Nosotros lo devoramos y seguimos jugando como niños al pintarnos la cara con el dulce utilizando los churros como pinceles. Cuando terminamos y me dispongo a irme a mi casa, me doy cuenta de que ahora empiezo una nueva vida. Y no quiero irme. No porque tenga miedo, sino porque aquí es donde quiero empezar. O mejor dicho, recuperar. Recuperar las tradiciones familiares que hacíamos todos los años: en verano quiero ir al pantano para bañarnos, pescar y comer paella en el mismo chiringuito; en primavera quiero ir de excursión en bicicleta para ver los almendros en flor; en otoño quiero escaparme con mis amigas un fin de semana a un lugar perdido al que nunca hayamos estado antes; y en invierno quiero ir a la Plaza Mayor  y comprar todo lo necesario para decorar nuestra casa por Navidad. También el famoso espray de mala nieve para enchufar a mi hermano cuando esté totalmente arreglado, con corbata incluida. No creo que haya una fecha mejor para volver a casa, tenía que ser en Navidad.

Fin