La tarde del seis de enero, un anciano de cabellera y barba blancas descansaba plácidamente en un sillón junto al fuego. Parecía agotado; como si hubiese corrido el maratón de Nueva York a la pata coja, escalado el Everest haciendo el pino o dado sesenta y cinco mil ochocientas cuarenta y tres volteretas laterales.

Seis de enero

       La tarde del seis de enero, un anciano de cabellera y barba blancas descansaba plácidamente en un sillón junto al fuego. Parecía agotado; como si hubiese corrido el maratón de Nueva York a la pata coja, escalado el Everest haciendo el pino o dado sesenta y cinco mil ochocientas cuarenta y tres volteretas laterales.

   Se le veía agotado, sí, pero, al mismo tiempo, feliz; con esa satisfacción que proporciona el deber cumplido. Más aún cuando el día anterior todo se le antojaba garrafal, catastrófico, horripilante, insoportable, terrorífico, “repateante”…

   Pero empecemos por el principio; atrasemos el reloj treinta y tantas horas y comprenderemos mejor el motivo de sus pasadas desdichas…

Cinco de enero

   -¡Este estrés, a mi edad, no traerá nada bueno, seguro!- refunfuñaba el pobre hombre-. Todavía, si semejantes quebraderos de cabeza afectaran al melenas del palacio de al lado o al jovencito del de enfrente, pues pase; tienen más energía y pueden pelear a brazo partido contra un ataque de ansiedad, un corte de digestión o una úlcera, que es lo que va a producirme a mí esta situación. Pero yo…

   Nunca se había visto en un atolladero similar. ¿Cómo era posible que, con tantos años de práctica a sus espaldas, se encontrase el cinco de enero por la mañana con el camello muerto de risa, compuesto y sin regalos que echarle a la chepa? ¿Estaría perdiendo facultades? La experiencia es un grado y bla, bla, bla… pero como las cosas no rularan, a lo mejor acababa aparcado en una residencia, jugando al julepe con Papá Noel y Kirk Douglas.

   ¡Brrrr! Sintió un escalofrío al imaginarse en tales circunstancias. “No”, se dijo, “un Rey Mago no se jubila, ha de estar siempre al pie del cañón… o al pie del camello… o como se diga”. El caso es que por falta de peticiones no era: había recibido tantas como siempre o más… Incluso se había permitido pavonearse ante Gaspar y Baltasar: “¿Qué, mocitos? Mirad qué pila de cartas. No está mal para un “ancianete”, ¿eh, troncos?” ¡Y ahora resultaba que, a la hora de la verdad, ni regalos ni narices!

   -A ver, Basilio- llamó a un paje que se dirigía hacia él-. ¿Has pasado por la factoría? ¿Qué te ha dicho el jefe de producción? ¿Por qué no avanza la fabricación de juguetes? No me sorprendería que, en lugar de trabajar, anduvieran recuperándose de la resaca de Nochevieja. En eso Papá Noel tiene más suerte; como fabrica antes de que empiecen las fiestas…

   -Perdonadme, Majestad, pero debo contradeciros. Me aseguran que los encargos se atendieron a su debido tiempo y fueron remitidos al área de empaquetado. En cuanto a lo de Papá Noel, - añadió el paje-, os recuerdo que el grueso de su producción se realiza coincidiendo con las cenas de empresa, lo cual también tiene su aquel…

   -Bien, bien, puedes retirarte- asintió, impaciente, Melchor, mientras despachaba al jovenzuelo con un gesto de su enguantada mano derecha-. Voy a visitar a mis vecinos; quizás también sufran el mismo problema.

   Pero no. Tanto Gaspar como Baltasar tenían ya los camellos cargados hasta los topes y estaban ansiosos por desfilar en la Cabalgata e iniciar el reparto.

   -Ayer por la tarde recibí el último paquete procedente de mis talleres- respondió Gaspar, muy ufano-. Una dentadura postiza que un niño ha pedido para su abuelo. El buen señor se rompió la auténtica en Nochebuena; el turrón de Alicante encierra sus riesgos, ¿sabe?

   La visita a Baltasar no mejoró mucho el estado de ánimo de Melchor.

   -Todo bajo control- presumió el primero-. No veo el momento de calarme el turbante hasta las orejas, subirme a mi bólido de cuatro patas y salir como un Fernando Alonso rumbo a la Cabalgata. ¿Un caramelito?

   -No, gracias- gruñó el otro. Y se volvió cabizbajo y malhumorado a su palacio. Camino del salón del trono, se desvió y entró en el área de empaquetado de juguetes.

   -Nosotros cumplimos con nuestro deber- explicaron los empleados-. Envolvimos los regalos y los hicimos pasar, por la cinta transportadora, a la siguiente sección: la de colocación de lacitos y pompones varios.

   De modo que hacia dicha sección se dirigió Melchor. Y allí, en una gran sala, encontró una montaña de paquetes primorosamente envueltos con papeles de colores y a la espera de ser rematados con el adorno correspondiente. A su lado, sobre una mesa, reposaban miles de lacitos esperando que alguien los prendiese en los citados paquetes.

   Junto a ellos había una nota escrita, a toda prisa, por algún gris empleado del Rey: “Cuatro de enero de dos mil diecisiete. Mis rugidos intestinales indican que debí escuchar a mi mujer cuando me advirtió que no comiese tantos langostinos con mermelada porque me revolverían el estómago. Regresaré en cuanto pue…” Y ahí terminaba la carta. Por lo visto, un día después, sus intestinos seguían rugiendo, puesto que allí no había nadie.

   Agobiado por el poco tiempo del que disponía pero aliviado por haber encontrado el origen del problema, Melchor decidió pedir ayuda a cuantos pudiesen echarle una mano: Gaspar, Baltasar, jugueteros, pajes, peluqueros reales, lanzadores de caramelos… Acudieron hasta el gato y un par de ratones a los que el minino no había querido comerse porque estaba planteándose abrazar el vegetarianismo. Con tanto cooperador no fue difícil conseguir que los regalos estuvieran en perfecto estado de revista y reparto a la hora pertinente.

Seis de enero (otra vez)

    Por eso ahora, arrellanado en su sillón junto a la chimenea, Melchor se maravillaba al pensar que, por avanzada que sea nuestra edad y amplia nuestra experiencia, siempre podemos aprender algo nuevo. Y él había aprendido lo siguiente: en primer lugar, que incluso los seres más insignificantes son necesarios y ocupan un lugar importante en la sociedad. En segundo, que cuando todos colaboramos, cuando unimos nuestros esfuerzos, las dificultades pueden superarse y contribuimos a que el mundo sea un poquito mejor…

   Este cuento es un homenaje  a unos maravillosos seres que desde hace muchos, muchísimos años llenan de ilusión y sueños la Navidad de tantos niños… y no tan niños. Papá Noel, Melchor, Gaspar, Baltasar: ¡No nos falléis nunca! Y un recuerdo especial para ese viejecito de barba blanca y mirada bondadosa que siempre ha sido mi Rey Mago preferido.