Empezaba a oscurecer cuando Gustavo Rocamora entró en el supermercado con intención de efectuar las últimas compras navideñas.
Su economía, ya de por sí bastante maltrecha, se había resentido porque hacía medio año que se encontraba en el paro y tenía una familia que sacar adelante. Por suerte no había muchos coches, ni ruido. La tarde era gris y fría. Nubes amenazadoras habían entelado el cielo durante la jornada, lo que invitaba a presagiar lo peor y podía estropear la fiesta de Nochebuena. Aquella no era velada para rondar ni divagar, sino de saborear los recuerdos del camino hecho a lo largo del periodo y dar paso a un nuevo listado de objetivos trazados con esmero y regocijo. La vigilia de Navidad es para pasarla en compañía de los seres queridos al amor de la lumbre, de contemplar las estrellas y pensar que no están tan lejos como parecen. De apurar el último cigarrillo y dejar las zapatillas en el alféizar de la ventana. Era la noche del perdón, de las comidas familiares, del jolgorio, del turrón y el cava.
Al salir, Gustavo permaneció un instante contemplando al viejo mendigo de luenga barba que había en la puerta vestido con una chaqueta y pantalón rojo, con el cuello y puños blancos y un cinto y botas negras. La viva estampa de Papá Noel. Al percatarse del aspecto demacrado que ofrecía aquel pobre infeliz, padeciendo hambre y frío, se apiadó de él. Esa fecha tan señalada del calendario bien valía un poco de solidaridad.
-Tome y que le aproveche –murmuró en un gesto de franca generosidad ofreciendo una pastilla de turrón y una botella de cava al pedigüeño-. Hoy es Nochebuena. Confío en que tenga una familia con quien compartirlos.
-Seas quien seas, gracias.
-De nada. Solo es un detalle sin importancia. Ojalá pudiera regalarle más cosas, pero estoy pasando un mal momento.
-Que Papá Noel se acuerde de ti en una noche tan candorosa.
-Diantres, ¿de qué planeta ha salido? Papá Noel o Santa Claus, como quiera llamarlo, no existe. Tan solo es el protagonista de cuentos y películas infantiles, una figura folclórica y mítica presente en ciertos países que solo sirve para decorar los escaparates de las tiendas durante las fiestas navideñas.
-¿De veras?
-Sin embargo, y pese a no creer en él, reconozco que resulta adecuado que haya personajes de ficción que alienten la emoción de los niños.
-Siempre es bueno saber que la gente me admira –exclamó el anciano que parecía disfrutar de su papel en aquella venturosa noche.
-¿Y los renos? –inquirió Gustavo seguro que tan extravagante individuo, condición atribuible a fabulaciones febriles, picaría el anzuelo.
-A estas horas Rayo, Trueno, Cometa, Presumida, Piruetas, Elegante, Cupido, Bailarín y... Rodolfo, están pastando porque han tenido unos días de mucho trasiego.
Gustavo se disponía a alejarse con una sonrisa de ironía en los labios cuando el extraño le llamó tendiéndole un bloc y una pluma estilográfica.
-Espera un momento, Gustavo. ¿No te gustaría escribir un deseo?
-¿Cómo sabe mi nombre? –se sorprendió el aludido frunciendo el ceño en una mueca de perplejidad.
-Sé muchas cosas de ti –confesó el vejete con un ápice de vanidad-. El nombre es lo de menos.
Gustavo cogió el cuaderno y se quedó examinando fijamente la excelsa pluma, cavilando sobre qué tipo de mendigo podía permitirse el lujo de tener una Montblanc Meinsterstück, la reina de las estilográficas, una obra maestra y una pieza de escribir propia de coleccionistas solo al alcance de bolsillos llenos o de literatos consagrados. No obstante, Gustavo se limitó a garabatear unas palabras en una hoja del cuaderno que tan pronto como devolvió al indigente, se apresuró a leer en voz alta:
-"Paz, felicidad, salud y trabajo para todos". Nobles afanes, amigo –le espetó el afable anciano-, pero te has olvidado la ilusión.
-¿La ilusión?
-La ilusión es fundamental para encarar la rutina diaria, para afrontar el trabajo. La magia nunca debe faltar en nuestras vidas. De hecho, es el principal elixir para combatir la aflicción.
-¿Quién es usted? –indagó entonces Gustavo con la mosca tras la oreja, pese a ser consciente de que había suficiente detalles reveladores.
-¿Todavía no lo has adivinado?
-¿Quiere decir que...?
-Exacto. Veo que eres un tipo perspicaz. Yo solo corroboro los hechos.
-Hum –bufó Gustavo pasmado e incrédulo-, no sé quién dijo en cierta ocasión que "tener un gran poder conlleva una gran responsabilidad".
-Pues te aseguro que yo me tomo muy en serio dicha responsabilidad porque hacer felices a millones de niños de todo el mundo no es tarea fácil.
-Sí, diría que hacer realidad los sueños de tanta gente, ya sean grandes o pequeños, debe ser una labor bastante ardua.
-Ardua, pero no ingrata. Y para conseguirlo debo esparcir año tras año la semilla de la esperanza. Contempla el cielo. Hay magia en las estrellas y en las noches claras sin luna como hoy se puede escuchar su música. Según un proverbio inuit, uno de los pueblos esquimales, las estrellas son ventanas por donde sonríen nuestros antepasados para que veamos que son felices en el Más Allá.
-Una leyenda muy bonita. Quizás a estas alturas nos estén observando allí donde se encuentren –manifestó Gustavo dirigiendo una ojeada al cielo nocturno-. ¿Sabe? Su capacidad de persuasión es inconmensurable.
Entonces sonó la llamada de un móvil, el anciano metió la mano en el bolsillo y sacó un iPhone-6 de última generación para consultar la procedencia.
-Tengo que irme, pero antes necesito tu palabra de honor de que sabrás guardar el secreto.
-Tiene mi palabra –susurró Gustavo-. ¡Felices fiestas y gracias por todo! Sin usted, la Navidad no sería lo mismo.
Papá Noel tenía prisa por recorrer todos los centros cívicos, escuelas y bibliotecas del país para recoger las peticiones. A continuación, haciendo gala de su prodigiosa magia, transformó aquel cúmulo de deseos en un manto de ilusión que envió a sus destinatarios en forma de gotas de lluvia o copos de nieve que cubrieron los hogares con una capa de felicidad. Ayudado por un tropel de duendes y de los ocho renos que arrastran su trineo por los aires liderados por Rodolfo, que ilumina el camino con su nariz roja brillante, a Papá Noel le aguardaba una dura noche de trabajo para conceder regalos, incluidos juguetes y dulces a todos los niños que se hubieran portado bien a lo largo del año, pero atención, también trozos de carbón para los granujillas más díscolos.
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