Hace catorce años que llegué a esta casa, un espacio amplio, luminoso, lleno de gente mirándome, amigos de sus amigos y así sucesivamente. Sentía miedo y a la vez, tristeza, ¿dónde se encontraba mi madre? ¿Por qué estaba solo?

Eran los únicos pensamientos que por mi mente pasaban. Sin embargo, con el paso del tiempo, mis dueños me lo explicaron y agradezco vivir en esta maravillosa  familia. Tengo muchos recuerdos buenos y malos, pero sobretodo, el recuerdo de la Navidad.

A través del cristal me hallaba yo observando cómo del llamado cielo se desprendían unos copos blancos, a lo que la gente denomina nieve,  mientras mis dueños comenzaron a inundar la casa con enormes cajas de cartón. ¿Nos mudábamos? Pues no. Esas cajas estaban llenas de accesorios, la mayoría eran rojos, blancos y algo desconocido rebosante de colores. De repente, mi dueña instaló un gigantesco árbol en medio del salón, cerca de mi cama. La verdad es que me gustaba la idea de tener un árbol a mi lado, me proporcionaba calor y era como permanecer en la calle. Después de colocar ese desmesurado ser vivo, que resultó no ser real, se dispuso a decorarlo con todas esas cosas que en las cajas había. Al final quedó muy bonito y muy brillante, tanto que me deslumbraba. Pero después de varios días, todo eso desapareció, ¿qué ocurría? La curiosidad me atormentaba así que cogí una tira con flecos, cuyo nombre según los humanos, es espumillón y se lo llevé a mi dueña mientras retiraba todos esos adornos tan vivos. Esta, al ver mi reacción, decidió explicarme qué estaba sucediendo. ¡Era Navidad!

La Navidad, según me contó, es una palabra que proviene del latín “Nativitate” y significa “Nacimiento de la vida para ti”. Por lo visto, se celebra cada año, en los meses de diciembre y enero, pero su día grande es el 25 de diciembre porque fue cuando un tal Jesús de Nazaret nació en un pesebre. Y por eso cada año, lo celebramos, al igual que los cumpleaños de todos los miembros de nuestra familia.

Año tras año, además de decorar la casa, también comíamos y cenábamos todos juntos. Al principio éramos pocos, mi dueña, su marido y yo. Con el tiempo la mesa se ampliaba con unos niños preciosos que no paraban de acariciarme. Finalmente, en la cena nos reuníamos mis dueños, sus hijos, sus nietos, los tíos… Nunca había visto tanta gente, pero me encantaba tener una familia tan amplia, atenta y cariñosa. Aunque más me gustaban esas cenas, en las que embutido no podía faltar, una sopa caliente para continuar, unas gambas y algo de carne detrás y por último mazapanes o polvorones y un delicioso turrón.

Pero la Navidad no sólo eran comidas y cenas, también había dos días muy especiales, el 25 de diciembre y el 6 de enero. Estos días siempre amanecía el árbol repleto de regalos para todos, incluso para mí. Al principio, pensaba que era un árbol mágico y que en lugar de aflorar manzanas, peras u otras frutas, brotaban regalos. Pero mis suposiciones resultaron ser falsas. El 25 de diciembre, según la leyenda, los regalos nos los trae un señor gordo, con barba blanca, vestido de rojo, llamado Papá Noel. Aunque aún no sé cómo puede cargar con todo ese lastre él solito. Ya que, a diferencia de este, el 6 de enero, son tres reyes magos quienes nos traen los presentes.

Durante muchos años, comimos y cenamos juntos, recibimos regalos, cantaron villancicos, pero un día ocurrió algo terriblemente injusto. Mi dueño comenzó a enfermar y mi dueña tenía que ir a verle al hospital cada día. Yo pasaba mucho tiempo solo en casa, apenas se acordaban de mí. Pero no me preocupaba porque empezaba a nevar y eso significaba que la Navidad se acercaba. Confiaba en que todo volviese a ser como cada año, pero esta vez no fue así.

Pasaban los días y no veía cajas, ni adornos, ni regalos, hasta que un día oí la puerta y vi entrar a mi dueña llorando. Mi dueño había muerto, ya no estaba, se había ido para siempre, un 25 de diciembre. Me entraron ganas de llorar, pero no pude. Mi dueña se tiró en el sofá y yo a su lado. Ya nada podría hacer que él volviese a casa otra vez, ya no jugaría conmigo, ya no me acariciaría, ya no me contaría sus problemas, ya nada sería igual.

Al principio era difícil convivir solos, mi dueña y yo. Sus hijos, sus nietos ya nunca estaban en casa. Seguían construyendo su vida, lejos de esa casa y sólo aparecían por casa para pedir dinero o regalos por sus cumpleaños. Esa casa en la que yo había nacido llena de gente, espaciosa, luminosa, empezaba a parecernos lúgubre, triste, silenciosa. Pero nos acabamos acostumbrando. ¿Cómo podía haber cambiado tanto aquello que yo conocía por Navidad?

Esto quizás no sea más que un ejemplo, y yo en realidad, sólo sea una niña, cuyo nombre es Eva, contando una  historia inventada para escudar así mis emociones tras la vidriosa mirada del mejor amigo del hombre. Lo cierto es que hoy en día, en 2017, casi 2018, en pleno siglo XXI, existen muchas personas que no tienen con quien pasar la Navidad y eso es muy triste. La Navidad es una costumbre heredada de la religión cristiana, pero que sirve como unión entre familias, entre amigos, entre compañeros, entre todas las personas que pertenecen hoy al planeta Tierra. Sin embargo, este acto simbólico, terminó convirtiéndose en una etapa de falsedad, capitalista, materialista. Las personas ya no se sinceran, ya no se perdonan, simplemente se muestran sonrientes ante personas que el resto del año ni saludan. Ya nadie pide alegría, salud o felicidad como regalos, los catálogos de regalos cada vez son más grandes y están más llenos de cosas superfluas. Los niños compiten por tener los mejores juguetes y sus padres por darles el mejor. Y no digo que no se regalen juguetes, a todos nos gusta recibir presentes, pero a los niños habría que inculcarles que lo más importante de la Navidad es la unión, la felicidad. Traten de mostrarles el valor de la empatía, de la solidaridad, del amor… Porque al fin y al cabo yo sólo soy una niña, un ser humano, alguien capaz de observar cómo pueden cambiar las cosas de un año para otro. Por eso, vive cada Navidad con ilusión, con esperanza, con solidaridad, porque no todos pueden disfrutarla en compañía.