Por Inaciu Iglesias, en El Comercio

El problema de la derecha asturiana es que sale a perder. Las elecciones, digo. Y cuando las gana –dos veces en los últimos cuarenta años– ella misma se encarga de perder. El Gobierno, digo. Y eso es malo malísimo. Para la gobernanza, para la democracia y también para la izquierda. Sí, sí, también para la izquierda, porque aunque el poder desgasta (sobre todo al que no lo tiene), la falta de alternancia desgasta mucho más.

«Por culpa de la falta de alternancia tenemos muchos problemas sin resolver en nuestro pequeño y verde país»

Por culpa de esa falta de alternancia tenemos muchos problemas sin resolver en nuestro pequeño y verde país. Y no me refiero a que la derecha los pudiera solucionar desde las instituciones. Que también. Sino a que su derrota por incomparecencia, incluso en la oposición, nos priva de una de las dos piernas imprescindibles para caminar correctamente. A la pata coja se avanza muy mal. Y en cualquier democracia la izquierda funciona mejor cuando tiene enfrente una bancada que le pisa los talones; una oposición constructiva que la equilibra: una derecha que no se dedica a decir tonterías, porque sabe que cualquier día puede gobernar.

«La derecha asturiana dice muchas tonterías porque cree que no va a gobernar nunca»

La derecha asturiana dice muchas tonterías porque cree que no va a gobernar. Nunca. Y para confirmarlo se presenta derrotada a las elecciones. No es fácil diagnosticar este comportamiento tan autodestructivo. ¿Fue primero el huevo o la gallina? ¿Sale nuestra derecha vencida a las elecciones porque no quiere gobernar? ¿O quiere ganar a toda costa, pero no sabe cómo? ¿Está cómoda en el papel de oposición? ¿O lo suyo es simple torpeza?

En mi interesada opinión hay media docena de cosas que la derecha asturiana debería superar si, de verdad, quiere cambiar las cosas. La primera, el sucursalismo. No tiene sentido seguir esperando a que suene el teléfono para que alguien nos diga cómo hacer las cosas. Eso no es lealtad, ni coordinación, ni unidad. Es simple cobardía y falta de madurez.

La segunda, las siglas. Pretender que exista una sola opción para que todo el mundo nos vote sí o sí es muy infantil. No es nada realista, porque en once legislaturas nunca pasó. Y tampoco es eficaz, porque la vez que más escaños sacó la derecha fue con la suma de varios partidos. Y es que se trata de sumar, no de eliminar.

La tercera, la falta de ambición. La excusa del voto cautivo ya no vale; ese cuento de que somos un país de izquierdas ya no funciona: la ideología no es una cuestión genética, familiar o identitaria. Hay que seducir a los indecisos y la gente no vota mayoritariamente a las derechas no porque no sean de derechas, sino porque no les convencen. Punto.

La cuarta, el amiguismo. Poner las lealtades personales, los compañeros de pupitre o los cuñados de toda la vida por encima de la eficacia en el cargo, la idoneidad para el puesto o el más simple sentido común no funciona.

La quinta, la delincuencia. Cuando la cosa se pone cruda se acude a la Policía. O a la Fiscalía. Lo de lavar los trapos en casa ya no cuela: tanta investigación interna, tanto dolor de contrición, tanto propósito de enmienda y ni una sola denuncia voluntaria.

Y la sexta, el seguidismo. Al no haber alternativa, nuestra izquierda está desentrenada, fofa y sin tensión. Ya casi no tiene ni que gobernar: le basta con recaudar más que nadie para invertir menos que nadie.

Porque, mientras tanto, pendientes del teléfono, los cuatro partidos de derechas de nuestro Parlamento parecen más interesados en anularse entre ellos que en ganar las elecciones. Quedan pocos meses y seguro que nos vamos a divertir.