Por Inaciu Iglesias, en El Comercio

Nunca se fíen de las palabras. Si quieren saber cómo es alguien, no analicen lo que dice: comprueben lo que hace. Hechos, evidencias, biografía; eso es lo determinante. No se trata de ser bueno, y mucho menos de parecerlo: se trata de hacer el bien; cada uno en sus circunstancias, según sus posibilidades, en su contexto. Por eso son tan importantes los momentos de la verdad, esas encrucijadas en las que nos jugamos algo y conocemos, de verdad, a las personas.

Pensemos en la corrupción. Su Majestad nos pide –en su mensaje de Navidad– que cuidemos las instituciones, que combatamos la polarización, que ayudemos a frenar la erosión que vive el sistema. Y todos los partidos y partidarios lo secundan, lo celebran y lo aplauden. Y yo me pregunto: ¿tantos seguidores entusiastas, qué hicieron realmente? ¿Cómo contribuyeron, con sus acciones, a evitar ese deterioro de nuestra democracia?

¿Qué respeto tan contradictorio a la Constitución exhiben los que, salvo dejarse llevar, nunca hacen nada por cumplirla?

Si quieren saber cómo es alguien, no analicen lo que dice: comprueben lo que hace

¿Cuántos funcionarios conocen que hayan denunciado el mal funcionamiento de sus propias corporaciones? ¿Cuántos políticos pueden citar que hayan destapado la corrupción en sus propios partidos? ¿Cuántos ciudadanos, en definitiva, se atreven a evidenciar la vergüenza de sus propias casas?

Muy pocos. Pero alguno hay. Y en nuestro pequeño y verde país, los tenemos tan cerca que los conocemos bien. Carmen Moriyón y Adrián Pumares, junto con algunos más, se atrevieron –no hace tanto– a destapar las malas prácticas que descubrieron en su propia casa, en su propio partido: el mismo del que ellos eran –y siguen siendo– presidenta y secretario general. Y lo hicieron sin dudar y con un par. De argumentos, quiero decir. Acumulando pruebas y evidencias que presentaron en un juzgado y sostuvieron hasta el final. Y funcionó.

Pero –y ahí viene la reflexión– no crean que recibieron grandes aplausos, ni parabienes, ni facilidades. En una sociedad que –empezando por la Casa Real– dice tener en la lucha contra la corrupción una de sus prioridades, llama la atención el ostracismo con el que se enfocan esos temas; no interesan. Declaraciones buenistas aparte, preferimos la ausencia de follón a la incomodidad de una buena limpieza. Y así nos va.

Y no deberíamos ser tan idiotas. A nuestras instituciones tendríamos que mandar a los mejores. Eso se llama aristocracia o, si lo prefieren, meritocracia. ¿Y quién debe decidir esos méritos? Pues nosotros: el pueblo, los votantes; y por eso se llama democracia. Y solo cuando, por perezosos, nos dejamos llevar para convertirnos en ovejas mal gobernadas por los mismos perros (con los mismos collares) eso, más que tiranía o cobardía, se llama tontería. Así que no seamos tan tontos. O, como decía el propio Aristóteles, no seamos idiotas –del griego idiotés–: no nos desentendamos de los asuntos de la comunidad.

No es fácil. Hay mucho ruido, nunca hay una equis en el mapa señalando el tesoro. Y en política resulta muy cómodo jugar a caballo ganador. Nos venden que hay dos grandes partidos que se alternan, más o menos, en el poder y de esa manera todo el mundo conoce su papel. Las alternativas están claras. Y cuando las cosas se tuercen se vota a los contrarios y punto. O se sigue votando a los mismos que, total, no hay tanta diferencia y siempre hay un montón de indecisos que, al final, son los que deciden.