Por Inaciu Iglesias, en El Comercio

Si es que no ganamos para disgustos. Salimos de una amenaza para meternos en otra. Que si la pandemia, que si el volcán, que si la guerra de Ucrania o los paros del transporte y ahora la inflación. O la estanflación, que hasta tenemos que tirar de diccionario para entender cómo llaman los expertos a esta nueva tormenta perfecta: negros nubarrones de estancamiento productivo con hinchazón de costes energéticos. En otras palabras: salarios, márgenes y pensiones desplomadas, junto a precios y tarifas disparados. Y mucho, porque desde los años sesenta que no teníamos una subida del IPC como esta; de dos dígitos, digo. Así que ya solo nos queda una invasión alienígena.

Miremos a nuestros problemas de frente, hagámonos preguntas difíciles y no nos asustemos por las respuestas

Pero no pasa nada. Nuestros gobernantes le echarán la culpa a la oposición y nuestra oposición a los gobernantes y, mientras tanto, nosotros –los gobernados– saldremos adelante, como siempre: con sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor. Y es que, en la economía y en la vida, las cosas tienden al equilibrio y los dramas de hoy son el recuerdo melancólico del mañana. Por eso ya nadie habla ahora de la prima de riesgo, ni de la dictadura venezolana, ni de la guerra del yom kippur; ni siquiera del ‘Brexit’ o del Euribor. Para qué. Este trimestre toca ser expertos en el precio bonificado del gasóleo y en el crecimiento exponencial del IPC desagregado.

Por eso digo que, al final, todo se arreglará. Porque, bien o mal, todo se arregla siempre y la única duda esta en saber cómo, quién y cuándo pagaremos la fiesta. Y mucho cuidado con la respuesta porque en nuestra Unión ya no vale devaluar las monedas, ni cerrar las fronteras, ni amenazar a los ricos, ni suspirar por liderazgos fuertes. No. No existen las soluciones simples a problemas complejos.

Gris. Todo es gris –un color muy elegante, por cierto– y la verdadera eficacia está en el equilibrio. Todo está relacionado: las subidas de impuestos las pagamos todos; todas las subvenciones salen de lo público; las exenciones no discriminan entre renta y patrimonio; y cualquier apaño parcial agujerea –todavía más– el queso gruyere en el que ya convertimos nuestro sistema impositivo.

Insistir en deslocalizar toda nuestra industria es una frivolidad que no podemos seguir permitiéndonos

Pero no quiero ponerme muy técnico que –en rigor– no soy experto en nada. Trabajo, trabajo y trabajo. Eso es lo que, seguro, tenemos por delante. Miremos a nuestros problemas de frente, hagámonos preguntas difíciles y no nos asustemos por las respuestas. Estamos mejor de lo que creemos: somos gente trabajadora, de palabra y cumplidora; y juntos saldremos de esta. De esta guerra. Y así aprenderemos a no hacerles tanto la pelota a nuestros vecinos del Oriente (y no hablo de l’Asturies de Santillana, hablo de la Rusia postsoviética) para no volver a depender tanto de su gas siberiano ni tener que aguantarles a tiros sus complejos imperiales. Y no deberíamos cometer el mismo error con nuestros vecinos del Sur (y no hablo de l’Asturies cismontana, hablo del África norsahariana). Y deberíamos asumir que lo barato siempre sale caro, que no existe recompensa sin esfuerzo, ni beneficio sin riesgo, y que insistir en deslocalizar toda nuestra industria –incluyendo el carbón o las fresas de Candamo– es una frivolidad que no nos podemos seguir permitiendo.

Así que manos a la obra. No caigamos en la tentación de echar todas las culpas a nuestros gobiernos; a ninguno de ellos: ni al asturiano, ni al español, ni al europeo. Y no intentemos –insisto– aplicar soluciones simples a problemas complejos. Que la pobreza y la corrupción no se eliminan por decreto. Y nos queda mucho por construir. Entre todos. Así que ánimo y adelante.

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