Por Inaciu Iglesias, en El Comercio

Cualquier gobierno debería saber que, por delante de la ideología, están las cosas de comer. Y con eso no se juega. Así que cuidado con los tópicos. Los que tenemos cierta edad nos criamos pensando que la calle era de la izquierda, del pueblo unido que jamás sería vencido. Y que los despachos, las instituciones y las decisiones pertenecían a los de siempre, a los ricos y poderosos que, por eso, eran de derechas. El problema es que todo eso pasó hace mucho tiempo y, además, era mentira.

Miremos a nuestro alrededor. Unos señores transportistas toman las calles y, como quien no quiere la cosa, paralizan el país. Y se les acaban uniendo los ganaderos y agricultores y las industrias y los supermercados quedan desabastecidos y los barcos no salen a faenar y ya no hay ni aceite de girasol en los lineales. Y todos protestan porque ya no pueden más, no ganan ni para comer, y no es solo el precio del gasoil. Que también. Son los impuestos y el alquiler y la subida de los precios y la mala competencia -dicen que muy desleal y, por lo que se ve, ineficaz- que les siguen haciendo las grandes empresas y que les impide subir las tarifas. En definitiva, es el dumping empresarial: son los de abajo quejándose de los de arriba; son los autónomos contra los sindicatos y contra la patronal; son los pequeños mercaderes contra los grandes oligopolistas: es el mundo al revés.

Es el mundo al revés: son los autónomos contra los sindicatos y contra la patronal

Y por eso mucha izquierda gobernante no sabe qué hacer. Nada de esto venía en su manual del perfecto progresista. Y así no resulta fácil orientarse. Claro. Si las cosas fueran diferentes todo sería distinto: si en el mundo gobernasen los malos de siempre (los ricos y poderosos y de derechas y todo eso), los de la internacional bien pensante no dudarían en apuntarse a estas movilizaciones y hacerlas suyas. Si en el Palacio de la Moncloa o en el Palacio de Suárez de La Riva -por hablar de algo más nuestro- no estuvieran mandando los progres del puño y la rosa, los postureos delante de las pancartas serían mucho más fáciles y más fotogénicos. Pero no.

Si en vez de la Rusia de Putin, fuera la América de Trump la que invadiera un país, todo sería más fácil

Es el sino cruel de los tiempos. Si en vez de ser la Rusia de Putin fuera -por ejemplo- la América de Trump la que invadiera un país soberano, todo sería mucho más fácil. Si en vez de ser los autónomos los que salieran a protestar fueran los obreros sindicalizados de toda la vida, todo sería mucho más fácil. Y si en vez de ser las tiendas de barrio las que quedaran desabastecidas fueran las boutiques de los pijos, ya ni les cuento lo fácil que sería todo. En cinco minutos la progresía bien pensante tomaría las calles exigiendo explicaciones y dimisiones y soluciones, pero ya.

Los mismos a los que les resulta más fácil entenderse con un rey de Marruecos que con unos trabajadores de verdad; los mismos que envían miles de agentes del orden a reprimir las protestas en vez de sentarse a dialogar; los mismo que descalifican y llaman activistas a los demás y siguen usando la gasolina para apagar estos fuegos.

Y es que lo difícil es ser valientes. Y llamar a las cosas por su nombre. Soberanía alimentaria, soberanía energética, soberanía militar; defensa de las instituciones, defensa de las fronteras, defensa de la propiedad; libertad de comercio, libertad de opinión, libertad de asociación. De todo eso tendríamos que hablar -y llevar hasta sus últimas consecuencias- los que de verdad apostamos por la democracia.

Para no dejar sitio a los intolerantes.

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