No sé si habrán reparado en ello, pero de un tiempo a esta parte los escaparates de las librerías están repletos de un nuevo subgénero. Entre la novela negra y los manuales de autoayuda se ha hecho fuerte la literatura de la crisis, todos esos volúmenes que acopian diagnósticos, orígenes, causas, daños colaterales, remedios y poco menos que rogativas para que escampe la recesión.

Por obligación, y también por afición, lo reconozco, (cada cual tiene sus vicios) procuro leerlos.

Pero no voy a disertar sobre la crisis, tranquilícense. Hago –o tal vez aquí, en este acto, debería decir emprendo- otra reflexión. Tenemos claro que la crisis ha saturado los medios y los canales de comunicación. Cité los escaparates de las librerías y podríamos abundar en los ejemplos con revistas, tertulias, programas, entradas en la red, todo revuelto en un enorme, descomunal cesto de, digamos, análisis de la recesión.

Me pregunto si también podríamos darle la vuelta al planteamiento o, al menos, establecer una correspondencia biunívoca, como en las matemáticas. Es decir, hasta qué punto la saturación informativa sobre la crisis ha alimentado un pesimismo social que ha acentuado sus daños.

En el periodismo es un debate recurrente que, salvando las distancias, se plantea con varios asuntos. Con las informaciones sobre terrorismo, por ejemplo. Cada vez que se difunde una noticia existe el riesgo de estimular hechos similares. Se da una tensión entre derechos y libertades que acumula bastante teoría y jurisprudencia.

Lógicamente, nadie en sus cabales va a plantear cortapisas a informar u opinar sobre la crisis, pero por el principio de incertidumbre de Heisenberg sabemos que en la física cuántica la observación influye en lo observado. Para mí, no existe duda alguna de que esa interrelación también sucede en los comportamientos sociales. Tengamos en cuenta que ya no estamos en la sociedad de los mass media, dominante en la segunda mitad del siglo pasado, sino en una sociedad en red, permanentemente conectada con infinitud de terminales: es difícil, muy difícil, escaparse a esa multiconexión

Por eso también es importante hablar de emprendedores.

Confieso que tengo cierta prevención, pero no con el término en sí, sino cuando se utiliza como eufemismo de empresarios. Yo, ya lo he dicho varias ocasiones y hoy tengo la oportunidad de reiterarlo, quiero que haya empresarios, cuanta más iniciativa privada mejor, y defiendo que se diga con descaro, sin sombras ni difuminados. Mi gobierno quiere facilitar la actividad empresarial al máximo posible. Con ese objetivo hemos preparado una ambiciosa supresión de trabas administrativas que reducirá notablemente –hasta seis meses, en algún caso- los plazos de tramitación.

Es una entre otras muchas iniciativas desplegadas. Recuerdo que el año pasado aprobamos el tercer programa para el fomento de la cultura emprendedora, de acuerdo con el cual pusimos en marcha este verano, por primera vez, el ticket de la consolidación empresarial. Si el ticket del autónomo ayuda a emprender una actividad, el de la consolidación respalda a los autónomos y a las iniciativas de economía social que necesiten diversificarse o aumentar su tamaño.

No pierdo el hilo, no me voy a despeñar por el propagandismo gubernamental. Sólo pretendía hacer explícito, una vez más, mi compromiso con los empresarios y a los emprendedores.

Decía que es importante hablar de emprendedores porque ellos representan ahora el envés de la crisis. La “revolución emprendedora”, esa combinación de iniciativa, innovación y riesgo, es la constatación de que incluso en los peores momentos, con el firmamento más encapotado, el talento permite encontrar un lugar al sol. No dejemos que el pesimismo oscurezca, lóbrego, todos los rincones. Conocemos perfecta, sobradamente, la cara triste de la crisis; intentemos también darle el protagonismo que merecen quienes son capaces de encararla y superarla.

El respaldo a los emprendedores, que forma parte también de los acuerdos alcanzados por el gobierno de Asturias con la patronal y los sindicatos, persigue precisamente que ese espacio despejado al que me referí se ensanche, se haga más visible y haya muchas más personas, especialmente jóvenes, que se atrevan a aprovechar sus capacidades.

Pese a las menciones al Principado, todo lo que digo es aplicable a España. No obstante, Asturias merece un análisis particular. Hace décadas, nuestra comunidad tenía una fortísima base industrial pública. Nuestros jóvenes no querían tanto hacerse funcionarios, meta profesional definitiva para tantos hijos de las familias de las clases medias, como encontrar un puesto de trabajo en la industria estatal, fuese la minería, la siderurgia, las fábricas de armas o los astilleros, aquel poderoso conglomerado que se agrupaba, acero, carbón y humo, en el Instituto Nacional de Industria. No critico ese comportamiento: tenía todo el sentido que buscasen un puesto fijo y normalmente bien remunerado, incluso a costa del evidente riesgo laboral que acompaña a determinadas actividades.

Ese pasado aún reciente ha marcado impronta. Una de las secuelas más notables es el miedo desmedido al fracaso, como si fuera definitivo, irresoluble.

Y el miedo, lo sabemos todos, es el mejor paralizante conocido. Quien tiene miedo se cobija, espera que las cosas se arreglen por sí solas, le falta coraje para afrontar la adversidad y, por extensión, para sacar lo mejor de sí mismo. Quien tiene miedo se rinde.

La conclusión es fácil. Si ya en España, por razones históricas, no tuvimos nunca una gran cultura empresarial ni emprendedora (sí aventurera, en una acepción original del término), el problema era mayor en Asturias por la hegemonía de la empresa pública y su capacidad letárgica. No olvido a los grandes capitanes de empresa ni a los buenos empresarios con los que contamos; digo que no existía, por diversos motivos, una cultura empresarial homologable a la de otros países europeos.

Déjenme puntualizar, por si hay riesgo de una mala interpretación, que no soy precisamente un debelador del sector público. Me refiero en exclusiva en este caso a la empresa industrial pública, en un tiempo concreto y en términos generales.

Estas pautas sociales no se arreglan por decreto, por decisión gubernamental. El Ejecutivo no puede crear el cuerpo superior de emprendedores, que sería todo un oxímoron. Lo que debemos hacer es favorecer, desbrozar obstáculos. Por recuperar la imagen que antes utilicé, los poderes públicos deben “encender la luz” para que la iniciativa empresarial no ande a tientas, para que encuentre un buen camino.

Y dar ejemplo, claro. Ya saben las virtudes que tiene predicar con el ejemplo. Aquí es donde entra el libro de Fernando Jáuregui y Manuel Ángel Menéndez y sus “doscientas historias de éxito de los nuevos empresarios españoles”. Son doscientas historias de ánimo, de aliento que contribuyen a derrotar ese miedo exagerado al fallo que tanto atenaza y anquilosa a la hora de tomar un nuevo rumbo. Como afirma Santiago Ollero en la misma obra,

“Todo proyecto puede ser truncado por un golpe de mala suerte; sin embargo, la buena suerte ni sostiene ni mantiene los proyectos. Siempre que oímos historias de un hito conseguido o de un éxito las unimos inmediatamente a un golpe de suerte, pero la realidad es otra bien distinta. El éxito no llega con suerte, llega con tenacidad y búsqueda de excelencia”.

La mayoría de ustedes me conocen. Saben que no soy dado en absoluto a la frivolidad, a la alegría sin motivo, a lanzar las campanas al vuelo. Pero yo no sería presidente del Principado si no fuese optimista, si no creyese sincera y racionalmente en el futuro de Asturias, en ese porvenir de excelencia que, aseguro, estamos en condiciones de alcanzar.

Con esa confianza declarada en nosotros mismos, afirmo que Asturias también puede hacer su revolución emprendedora. La hará, estoy convencido, porque esta sociedad en red a la que antes me refería ofrece unas condiciones para el desarrollo de la aventura emprendedora, de las que antes carecíamos. Empleo ahora un concepto amplio de emprendedor y que se corresponde tanto con la definición de la Real Academia -aquel “que emprende con resolución acciones dificultosas o azarosas”- como con la que ensaya el propio Fernando Jáuregui:

“Para mí, emprendedor es simplemente quien no se resigna a dejarse llevar por la corriente. Basta con que no se conforme. Me resulta indiferente en qué sector de actividad emplee su iniciativa, no importan ni su edad ni su cualificación académica. Un emprendedor, para mí, no siempre es un empresario o un futuro empresario; puede tratarse de un innovador dentro de su propia empresa o de un tipo que patenta su invento. O de alguien que ha incrementado la empresa familiar. O incluso, por qué no, de un artista”

Y ellos, todos quienes no se resignan, quienes son capaces de emprender su propio rumbo, construirán, no me cabe duda, una sociedad menos encorsetada, más viva y dinámica. Una sociedad mejor a la que todos debemos ayudar.

Gracias a todos ustedes y, en especial, a los autores del libro por haberme dado la oportunidad de contribuir públicamente a ese objetivo.

Muchas gracias.

 

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