El tercer clasificado en el II concurso de relatos navideños, participó con este relato que transcurre en Carrandi. Para los que tengan tiempo y quieran leer...

Dicen que la Navidad es un tiempo de costumbres familiares, un tiempo especial en el que las familias se transforman para poder sacar lo mejor de sí mismas.

Las costumbres familiares son muy parecidas a las manzanas y existen dos tipos diferentes: las costumbres muertas y las costumbres vivas. Las primeras son aquellas que se repiten año tras año de forma autómata con un sentido huérfano de aquel que inspiró la primera vez, como las manzanas huérfanas que se han caído del árbol y ya no se pueden usar para hacer sidra por que su sabor ya no es tan dulce. Las costumbres vivas son aquellas que se repiten año tras año con el mismo sentido que inspiró la primera vez, haciendo más dulce nuestras vidas, como las manzanas vivas que se recogen directamente de los árboles para hacer sidra.

Éste último era el caso de la familia de Tomás, cuyas costumbres navideñas se mantenían vivas año tras año, gracias al empeño del más ilustre de sus miembros: su abuela Clara, también conocida como la Reina Madre.  Sin embargo, no era esta comparación lo único que unía
aquellas numerosas costumbres navideñas de la familia Menéndez  con tan deliciosa fruta sino que, literalmente, todas y cada una de ellas estaban endulzadas con aquel maravilloso ingrediente.

La familia Menéndez vivía en un pequeño pueblo situado en lo alto de un racimo de colinas entre el mar Cantábrico y las hermosas cordilleras del Sueve.  Aquel pueblo estaba formado por una simple hilera de casas, una iglesia, unas escuelas y una infinidad de manzanos donde la fruta mordida por Adán y Eva crecía y se multiplicaba tanto como los
villancicos en Navidad.

Las manzanas eran muy importantes en la familia Menéndez. Siglos atrás, un antepasado comenzó el negocio familiar, el cual fue creciendo generación tras generación hasta que lo heredó el tatarabuelo de Tomás. A su muerte, lo heredó su bisabuelo, pero falleció a una edad muy temprana por lo que pasó  a su abuelo  cuando  éste tenía sólo
dieciséis años, el cual dedicó toda su vida a aquellas frutas preciadas hasta que se jubiló. El padre de Tomás se hizo abogado y no quiso  ocuparse de las manzanas pero, afortunadamente, su hermano Ramón heredó aquel dulce negocio.

Todos los años, Tomás viajaba con su familia para pasar la Navidad en el pueblo de sus  abuelos. Todas las navidades habían sido así durante sus diez años y medio de vida.

Tanto a él como a su hermana Laura les encantaba ir a aquella vieja casa. Era una construcción tan grande como hermosa, sostenida con gruesos muros de piedra.  La parte delantera tenía un porche, siempre salpicado de caracoles, que soportaba una gran galería acristalada desde la que se veían las montañas. En el lado trasero había un gran jardín lleno de manzanos que se asomaba a la profundidad del valle y al plano infinito del mar. Un gran hórreo de madera vieja como la de los barcos custodiaba aquel pequeño paraíso.

Tomás siempre llegaba con sus padres y su hermana la tarde anterior a Nochebuena.

La Reina Madre los recibía en el porche con dos manzanas azucaradas y su abuelo con una botella de sidra que escanciaba al instante para darles la bienvenida. Unos minutos después, el resto de la familia salía corriendo de la casa para recibirlos: el tío Ramón con su gran voz; la tía Rosa con sus postres; la tía Gloria con los brazos siempre cruzados por el frío; el tío Antonio con sus gafas puestas al revés; la tía María con su sonrisa... los primos nunca salían porque siempre estaban jugando al escondite.

El día de Nochebuena era el más esperado por todos. Por la mañana, Tomás salía de excursión con su tío Antonio, su tío Ramón y sus primos. Mientras, el resto de la familia se quedaba en casa preparándolo todo para la cena de Nochebuena. Aquella cena tenía una peculiaridad que la convertía en una de las costumbres más vivas y propias de la familia Menéndez: todos sus platos estaban condimentados con manzana. Todo ocurrió cierto año de la guerra en que sus antepasados no tuvieron carne y cenaron platos hechos
exclusivamente con aquel exquisito manjar. Por supuesto, ésta era la cena preferida de Tomás, en primer lugar porque era la más dulce del año y en segundo lugar porque era una de las más divertidas. Sus tíos compartían anécdotas graciosísimas y siempre acababan contando las mismas historias, que al igual que la cena, dejaban un sabor dulce, un sabor a manzana en el paladar. Primeramente, su abuelo describía con todo detalle cómo había sido la producción de manzanas de aquel año. Después de un rato de discurso, la Reina Madre le interrumpía y contaba que la manzana era la fruta más sabrosa del mundo porque
fue la que Adán y Eva tenían prohibido comer en el Paraíso. Su tío Ramón nunca contaba ninguna historia, pero asentía con su gran voz en lo que decían los abuelos, especialmente cuando hablaba la Reina Madre.  Su tío Antonio hablaba de la belleza de las montañas de
Asturias y de que el año que viene la excursión sería mucho mejor, pero nunca podía acabar de contar el recorrido porque la Reina Madre volvía a hablar y decía que si Asturias tenía aquel hermoso paisaje y aquellas magníficas manzanas era porque el Paraíso estuvo en
aquellas montañas. La tía Gloria cruzaba los brazos y decía que le parecía un lugar muy frío y lluvioso para que fuese el Paraíso de Adán y Eva. Finalmente, los padres de Tomás intentaban hablar de algo que no  fuesen manzanas con alguna estrategia conjunta, pero resultaba inútil.

Desgraciadamente, todo esto ya era parte del pasado. Aquel año las cosas iban a ser muy diferentes. La Reina Madre, guardiana de aquellas tradiciones y de toda la familia en general había muerto el pasado quince de julio. Aquellas dulces Navidades marcadas por su presencia y sus costumbres no volverían a repetirse jamás. Con ella, parecía haberse ido la alegría de aquella familia y aquel sabor especial de la Navidad. Era como si ya nadie creyese en aquellas historias y costumbres, como si hubiesen caducado con su muerte.

Aquel día de Nochebuena amaneció nublado. Tomás se levantó temprano para hacer la excursión de todos los años con su tío Antonio, su tío Ramón y sus primos, aunque esta vez parecía que nadie tenía verdaderas ganas de ir.

Una llovizna fina como la arena flotaba en el ambiente, difuminando las formas del paisaje y haciéndolas más grises, incluso oscuras. El camino estaba completamente embarrado.  Su tío Antonio y su tío Ramón lideraban la marcha enfundados en sendos chubasqueros rojos, tal y como todos los años, pero a Tomás le pareció que aquella vez había algo que no era igual. Sus tíos se movían como máquinas autómatas que tenían que cumplir una tarea. La fila de primos con chubasqueros de plástico de diferentes colores los seguía unos pasos más atrás con el mismo comportamiento industrial de sus tíos. Todos llevaban una pequeña vara de avellano que les ayudaba a caminar, aunque en realidad la usaban para pegarse unos a otros o meterla en los charcos. La pequeña Laura no llevaba vara, sino un gran caracol entre sus manos. Charlaba con él alegremente y sobretodo, lo protegía de los continuos ataques de sus primos.  Sin embargo, el caracol no era lo único contra lo que arremetían. Las historias de la abuela sobre las manzanas eran continuamente ridiculizadas. Uno de ellos llegó a decir que la Navidad era sólo un cuento para comer y recibir regalos y que lo de las manzanas era una estupidez, que se alegraba de no comerlas
aquel año.

Tras un buen rato de subida entre aquellos caminos franqueados por frondosos bosques, el grupo se paró para descansar. Los primos continuaron burlándose de la Navidad de las manzanas, diciendo que era mejor que les diesen los regalos cuanto antes. Tomás no pudo resistirse y empujó a su primo Roberto, haciéndole caer al barro. Los otros primos señalaron a Tomás como el culpable. El tío Ramón lo regañó con su gran voz mientras lo agarraba del hombro con fuerza. Tomás miró a su alrededor: el sonido atronador de aquella voz, las risas de sus primos, la cara de tristeza de su tío Antonio... no pudo aguantar más. Se soltó como pudo de aquella mano y salió corriendo entre los árboles. Esquivó charcos, ramas y grandes helechos hasta que encontró un lugar bastante apartado donde poder llorar. Fue entonces cuando lo vio: un pequeño destello, borroso como las lágrimas de sus
ojos, que pasó fugaz en la lejanía de la vegetación. Tomás sintió curiosidad y se acercó a ver de qué se trataba. Tras pasar una zona muy densa de avellanos, llegó a un alto muro vegetal formado por enormes acebos. Detrás de aquel muro había una luz intensa, una luz dorada como la que tiene el sol cuando se va o como la que tienen las velas en la oscuridad. Tomás rodeó aquella espesa capa de vegetación hasta que encontró un hueco menos denso por el que pudo arrastrarse.  Cuando se levantó, su rostro quedó iluminado por aquella luz dorada como la que tiene el sol cuando se va.

Ante sus ojos apareció un espacio circular, un espacio cubierto totalmente por las ramas de los árboles y protegido en sus laterales por el espeso muro de acebo. El suelo estaba sembrado de helechos y enrojecidas flores de pascua. En el centro había un inmenso árbol de Navidad de color verde y oro que iluminaba con aquella intensa luz ese extraño espacio escondido en el bosque. Sus ramas no eran sólo verdes sino que estaban vestidas con tonos dorados y plateados. De los extremos colgaban velas encendidas y extraordinarias manzanas salpicadas con óxidos brillantes. Algunas eran completamente luminosas y otras eran transparentes como el hielo. Una estrella coronaba el árbol, pero parecía estar hecha sólo de luz.

Tomás se quedó paralizado, contemplando aquella maravilla que observaban sus ojos ¿Sería un sueño? Se acercó poco a poco, procurando no pisar las flores de pascua.

Extendió su mano y tocó una de las ramas del árbol con su dedo índice. Una chispa dorada se quedó jugando en su dedo durante unos instantes hasta que se extinguió. Tomás se acordó de las palabras de su abuela ¿Sería este el árbol del Paraíso?, ¿el verdadero árbol de
Navidad?

Algo llamó su atención. Era una de las manzanas transparentes. Tomás se fijó mejor y distinguió unas pequeñas figuras que se movían reflejadas en la superficie incolora. Se trataba de un Belén, pero la imagen era real. Podía distinguir perfectamente a San José, a María y al Niño Jesús mientras recibían la visita de mucha gente. En la manzana de al lado, Tomás vio a unos pastores a la luz del fuego mientras un ángel les hablaba. En otra manzana, una caravana de camellos avanzaba por el desierto siguiendo una estrella, una estrella muy parecida a la que había en la punta de aquel árbol: sólo luz. De repente, Tomás escuchó un golpe seco al otro lado. Era una manzana que se había caído, pero no era la única. Había más manzanas caídas alrededor del árbol con dibujos moviéndose en su superficie, dibujos que se iban apagando poco a poco. Tomás cogió una manzana y vio
aquellas horribles imágenes: un hombre cantando villancicos con una botella de whisky en la mano; un niño gritando y tirando todos sus juguetes por la ventana; la futura cena de Nochebuena en casa de sus abuelos con todos tristes y en silencio... Tomás no quiso ver más. Fue en aquel momento cuando una mano lo agarró de nuevo por el hombro.
Todos buscaban desesperadamente a Tomás entre los árboles. Su hermana Laura lloraba por su hermano y preguntaba al caracol si les podría ayudar a encontrarlo, pero el caracol no respondía. Sus tíos intentaban disimular su desesperación. No podían permitirse perder a Tomás en el monte. Ya estaban demasiado tristes como para afrontar una nueva tragedia.

Tomás fue conducido a una vieja cabaña de piedra y madera. Aquellos rostros envejecidos le resultaban familiares. Se trataba de dos ancianos gemelos con la piel desgastada por el tiempo como la madera de los barcos o la madera del viejo hórreo de casa de sus abuelos. El más alto le dijo que entrase.

El interior de la casa era muy acogedor. Tenía todas las paredes colonizadas por estanterías repletas de libros y extraños artilugios, excepto la pared de la chimenea. En frente, había dos sillones rojos de tela y al fondo dos camas enfrentadas y perfectamente hechas.

—Bienvenido al Árbol del Paraíso, muchacho, ¿sabes quiénes somos?— Le dijo el más bajo mientras le ofrecía una bandeja de galletas.
—No, señor— Dijo Tomás, maldiciendo su paupérrima memoria, pero encantado con las galletas.
—No debes temer. Somos médicos. Nuestro deber es cuidar de la salud de las personas. Ahora ya somos muy viejos por lo que nos encargamos de vigilar la salud de sus almas. Para ello nos fijamos en el Árbol. Mira, cada una de sus manzanas pertenece a un alma diferente. Cuando una persona deja de creer en la Navidad, su manzana se cae. Sin embargo, cada vez que una persona cree en la Navidad, crece una nueva manzana...El viejo continuó contándole cómo funcionaba aquel árbol mientras Tomás asentía maravillado, aunque seguía sin saber de qué conocía esos rostros.
—Bueno, ¿quién te ha traído aquí, hijo?— Dijo el más alto— Todo el que viene aquí, viene porque le ha traído alguien ¿Sabes quién te ha podido guiar hasta el Árbol? Debes adivinarlo.

Tomás no entendía nada. Había venido sólo. Bueno, en realidad había venido con sus tíos y sus primos pero ellos no lo habían llevado hasta allí... excepto cuando provocaron su huída al burlarse de las historias de su abuela... ¡Su abuela! ¡Ella lo trajo hasta allí! Tomás iba a decirlo cuando el anciano más bajo le interrumpió:

—Exacto, tu abuela te ha traído aquí porque quiere que te encargues de algo. No tenemos mucho tiempo. Ve y coge una manzana del árbol y muérdela. Así sabrás lo que quiere de ti. Después, vete. Tu familia te busca. No hace falta que guardes el secreto porque el Árbol del Paraíso sólo se puede visitar una vez y sólo llegan a él los que han sido llamados.

Tomás salió al exterior, se acercó al árbol y arrancó una manzana, la cual despidió unos pequeños destellos que se esparcieron por el aire. En ese mismo momento, Tomás escuchó la gran voz de su tío Ramón llamándole desesperadamente en la lejanía. Rápidamente, se despidió de los ancianos, se metió la manzana en el bolsillo y se volvió a
arrastrar por el muro vegetal de acebo.

El bosque comenzaba a estar oscuro. La voz de su tío se encontraba cada vez más cerca así que, mientras corría hacia ella, sacó la manzana del bolsillo y le dio un mordisco.

Aquel agradable calor y aquel olor a humo mezclado con madera vieja despertaron a Tomás. Se encontraba en el sofá de casa de sus abuelos, junto a la chimenea ¿Habría sido un sueño aquella maravillosa fantasía grabada en sus recuerdos?

— ¡Por fin, sobrino!—le dijo aquella gran voz de su tío Ramón — Ya estás despierto ¡Venid todos, Tomás ya se ha despertado!

Toda la familia lo rodeó y lo llenó de besos y abrazos.

—Nos diste un buen susto. Menos mal que te encontré, sólo Dios sabe cómo. Estabas tirado en mitad del bosque. Parece que te has levantado justo para la cena... la mejor del año ¡Seguro que tienes hambre!
—Esperad, antes tengo que ir a buscar algo. — Dijo Tomás mientras se levantaba y salía corriendo escaleras arriba. Su familia se quedó confusa, preguntándose dónde
iría.
— ¡Venid! ¡Subid a la habitación de los abuelos!— Dijo Tomás gritando desde el piso superior. Toda la familia subió por las viejas escaleras.  Tomás había movido la cama de sus abuelos y había arrancado un listón de madera del suelo de donde había sacado una vieja caja metálica de galletas. Su abuelo examinaba una y otra vez aquel escondite preguntándose cuánto tiempo llevaría allí. Todos se reunieron alrededor de la caja para ver que contenía. Tomás comenzó a sacar cartas, cada una con un nombre: Ramón, María, Antonio, Gloria... Todos miraban a Tomás extrañados y abrían los sobres rápidamente para saber qué contenían. De los sobres sacaron folios escritos con una letra tambaleante pero llena de amor. Eran una despedida de la Reina Madre dedicada para cada uno.

—Pero hijo, ¿cómo sabías dónde estaban?— Le preguntó su madre con lágrimas en los ojos.
—Me lo dijo ella misma esta mañana en el bosque. También me  dijo que no os olvidéis de la última línea que os ha escrito al final de cada carta. —    Contestó Tomás.

Todos se apresuraron a mirar la última línea de sus cartas: <<No os olvidéis de todo lo que hacíamos en Navidad, de las manzanas y de la dulzura de la familia. Ya no me veis, al igual que en la manzana no se ve lo que le da sabor, pero estoy con vosotros>>.

Aquella primera cena de Nochebuena sin la Reina Madre iba a ser la más amarga de todas, pero se convirtió en la más dulce y alegre que viviera la familia Menéndez. Tomás contó con todo detalle lo que le había pasado en el bosque. Así, todos, incluso sus primos, supieron que la Reina Madre seguía estando con ellos y que las historias que contaba eran ciertas. Aquella cena volvió a tener un sabor dulce para todos, un sabor a manzana. Ya sólo les quedaba una costumbre de Nochebuena por hacer.

A Tomás le encantaba aquel olor a incienso y velas siempre que entraba en la iglesia, pero el aroma de aquella misa tenía siempre un carácter especial.  La iglesia estaba decorada con acebos, flores de pascua y velas encendidas cuya calidez contrastaba con el frío nocturno. Un pequeño portal de Belén con el Niño Jesús presidía el altar. A ambos lados del portal había dos figuras de madera que Tomás reconoció en seguida. Se trataba de los dos ancianos gemelos del Árbol del Paraíso, pero algo más jóvenes.

—Mamá, ¿quiénes son esos dos hombres?— Preguntó Tomás lleno de curiosidad.
— ¿Esas dos figuras de madera? Son Cosme y Damián, los patronos del pueblo. Seguro que tu abuelita ya se ha hecho amiga de ellos en el Cielo; eran sus santos preferidos— Le contestó su madre.
—Estoy seguro de ello— Dijo Tomás con un dulce sabor a manzana en su alma