Hemos admitido un último cuento recibido en el límite de la convocatoria. Se titula Las Mejores Navidades. El fallo del Concurso se hará público el día de Navidad.

“El recuerdo, como una vela   brilla más en Navidad”
Charles Dickens.
 
                                                  LAS MEJORES NAVIDADES

        Aquella mañana del veinticinco de diciembre el sol brillaba en lo alto del cielo, y todo olía a humo y Navidad en casa de los Uría. Los abuelos habían ido a pasar aquellas entrañables fechas a la casa donde vivía Pedro con sus padres, y toda la familia disfrutaba feliz.


       La cena de la noche anterior, precisamente Nochebuena, había sido un poco extraña, porque Pedro no había querido cenar en la mesa con el resto de la familia, había cenado sentado en el sofá con la mente concentrada en una consola portátil que parecía que tenía poderes sobrenaturales, pues lograba abstraer al niño de tal forma que a veces parecía que no estaba en la misma habitación que el resto de la familia. Cuando el abuelo había mostrado su preocupación por la escasa comunicación que habían mantenido durante la cena, su hijo le había dicho que ya no sabían que hacer con el chiquillo, estaba claro que le parecía mucho más interesante matar dragones con una legión romana que tenía armas de fuego que hablar con ellos.


    Después de la cena, los abuelos habían querido ir a la Misa del Gallo, pues era una vieja tradición que tenían, y aunque no estuviesen en el pueblo les parecía que la noche no estaba completa si no iban a la misa, pero para disgusto del abuelo, Pedro había insistido en llevar la consola. El anciano se había negado rotundamente, y después de una severa reprimenda toda la familia había partido hacia la iglesia, pero en la cara de Pedro se podía leer el enfado que sentía por haber abandonado su consola durante el largo tiempo que duraba la misa.


     Y nada más llegar a casa, una vez acabada la liturgia, el niño había corrido desesperado hasta la mesa donde había dejado su querido juguete y había vuelto a sumergirse en su extraño mundo de juegos que nadie de los allí presentes alcanzaban a comprender.


    Y así habían llegado a aquella radiante mañana de Navidad. Pedro se había levantado muy temprano porque Papá Noel había de traerle un montón de cosas que él le había pedido en su carta, pero lo que más ilusión le hacía era un juego para su consola, Camino a los Infiernos, se llamaba y constaba de tres partes. 

     
    Preso de una gran excitación,  bajó corriendo las escaleras, descalzo y sin ponerse la bata, y no esperó siquiera a que llegaran sus padres con la cámara de fotos para inmortalizar el momento. Sin hacer caso a nadie, el chiquillo empezó a abrir los paquetes que se amontonaban bajo el árbol, arrancándoles el papel sin miramientos y lanzándolos hacia una esquina según los iba abriendo y descubría que en su interior no estaba lo que él había pedido. Papá Noel había sido generoso. Le había traído a Pedro la primera y la segunda parte de Camino a los Infiernos, y además había obsequiado al niño con un coche y un tren  de juguete con sus vías, su estación y todos los detalles que harían las delicias de muchos niños.


 El abuelo le había pedido en su carta una arquitectura de madera y un mecano, porque eran juegos que hacían trabajar la imaginación, y Papá Noel, había dejado además alguna que otra sorpresa para el niño. Pero él no podía ocultar su decepción. Quería la tercera parte de su videojuego.


 Quería aquello y nada de lo que los demás pudieran decirle haría que cambiase de opinión. Y aquel huraño chiquillo se pasó la mayor parte de la mañana enfurruñado, paseando por los rincones de la casa su mal humor, mientras ésta hervía de bullicio y actividad.


Ese día comían en casa los tíos de Pedro, y sus primos, además de los abuelos, así que había que preparar muchas cosas. Y a mediamañana, estaban tan ajetreados que la madre tuvo que pedirle al chiquillo que subiese con el abuelo al desván a buscar sillas para acomodar a todos los comensales.


 Abuelo y nieto subieron a buscar las sillas, y después de revolver por toda la polvorienta estancia lograron reunir las suficientes para comer todos a la vez en la mesa, así que las amontonaron en la esquina más próxima a la puerta para ir bajándolas poco a poco.

 
Cuando ya se disponían a salir del desván, una traicionera ráfaga de viento cerró la puerta, dejando atrapados a Pedro y a su abuelo. Y por más esfuerzos que ambos hicieron para abrir aquella puerta, tuvieron que rendirse a la evidencia y admitir que se habían quedado encerrados. Lo único que ahora podían hacer era esperar tranquilamente hasta que alguien los echase en falta y subiese a buscarlos.


Al principio el niño aguardaba en silencio, con la secreta esperanza de que los echasen en falta y alguien acudiese a rescatarlos, pero pronto empezó a aburrirse y cuando llevaban allí un tiempo, ya no sabía ya que hacer, así que miraba al suelo mientras daba suaves pataditas a los objetos que había esparcidos por allí. Cuando ya empezaban a estar cansados decidieron sentarse en las sillas que habían estado amontonando, y para evitar que el niño se aburriese aún más, empezó el abuelo a hablar con él, contándole como pasaba él las navidades cuando era pequeño.


- Tú sabes que yo no soy exactamente de aquí, de Lastres. Yo nací en Villaverde, un precioso pueblo al que no le falta nada, enclavado en el corazón de los Picos de Europa. Y a pesar de que en mi familia no podíamos quejarnos, pues nunca nos faltaba un bocado que llevarnos a la boca, en aquellos tiempos los Reyes Magos no acudían a visitarnos, no tenían la costumbre de dejar regalos, y Papá Noel no era conocido por aquí, en aquellos años solo visitaba a los niños americanos y a algunos niños del Norte de Europa. Pero las navidades con mi familia eran estupendas. Cenábamos todos alrededor de la mesa, con la cocina de carbón encendida, y mi madre siempre cocinaba algo de la matanza para celebrar el nacimiento del Niño Jesús.


No teníamos nosotros turrón ni mazapanes, pero no faltaba en la mesa una buena ración de castañas asadas que habíamos cogido nosotros aquella misma tarde. Después de cenar, mi padre cantaba algunas de las canciones que había aprendido en su juventud, y cuando llegaba la medianoche, nos íbamos a la Misa del Gallo.


Pero cuando yo tenía siete años, toda esa felicidad quedó truncada porque mi padre murió. Decía la gente que había muerto “de repente”, pero en aquellos años todo el mundo moría de repente porque nunca iban al médico y no podían prevenir ni tratar las enfermedades, así que era lógico que se muriesen de pronto, sin que nadie supiese lo que les había pasado. Mi padre había trabajado muy duro toda su vida, había trabajado en el campo y en una mina de cielo raso, había tirado él solo de un arado cuando se les había muerto el burro, y esa vida de carencias le había pasado factura, y se había ido de nuestro lado dejándonos en muy mala situación.

     Ese primer año, al poco de perder a mi padre, llegó la Navidad, y mi madre intentó que tuviésemos unas fiestas como las que pasábamos cuando vivía su marido. Mis hermanos y yo pusimos un pequeño Nacimiento de barro que había hecho mi bisabuelo hacía ya mucho tiempo, y para la cena, mi madre nos había preparado sopa de castañas, pues ya no teníamos matanza porque no podíamos tener cerdos. También había hecho la mujer tortos y boroña, con pan de maíz que le había regalado la molinera, que era prima suya. Todos intentamos que esa noche fuese especial, y mientras cenábamos, mis hermanos y yo le contábamos a mi madre historias que nos había dicho los otros niños del pueblo, o le hablábamos de los juegos con los que nos entreteníamos cuando jugábamos en los prados por el verano, o lo divertido que era ir a grillos cuando la primavera hacía su aparición, pintando aquellos verdes prados de colores.


       Aquella noche, al tener a todos sus hijos reunidos alrededor de la mesa, mi madre parecía incluso más joven. Y mientras disfrutábamos de la modesta cena, mi hermano mayor quiso darle una sorpresa a mi madre, y en instante en que nadie hablaba había empezado a cantar las canciones que cada Navidad nos cantaba mi padre. En aquellos momentos, lo recuerdo como si fuese ahora, todos nos sentimos embargados por la emoción, pues aquella música había llenado nuestros corazones. Y después de cenar, envueltos en nuestras escasas ropas, nos fuimos todos a la Misa del Gallo. 

  
        Y mientras cenábamos, esa noche yo había tomado la decisión más dura de mi vida. Debía empezar a trabajar. No podía soportar más ver a mi madre trabajando de sol a sol para luego no tener apenas comida que ofrecernos. Mi hermano mayor también ayudaba con la economía familiar, pero eran tiempos muy duros y los estragos de aquella guerra que un año antes había enfrentado a hermanos contra hermanos aún se dejaban sentir. Y aunque mis hermanos pequeños no se habían dado cuenta, yo había notado que mi madre no había podido encender la cocina porque no tenía con que hacerlo, pues sus pocos dineros se habían ido en prepararnos aquella cena.   

  
           Pero encontrar un trabajo teniendo ocho años, en aquella tierra tan apartada, era muy difícil. Y no sabía como podría obtener el dinero que tanta falta hacía en mi casa.   

   
           Y la solución vino de la manera más inesperada, cuando Juanín, el hermano de la molinera, me había dicho que en un pozo de la cuenca del Nalón necesitaban niños para la mina. Y sin pensármelo dos veces, hablé con él para que me lo arreglara y empezar a trabajar en aquella mina.


            Recuerdo como si fuese ayer la mañana que empecé a trabajar. Salí de casa antes de la amanecida, y mi madre me había preparado una ajada caja de cartón con mis pocas pertenencias. Había puesto en ella una muda de repuesto, un trozo de pan y otro de chorizo, que siempre me pregunté de donde había sacado, y una moneda para alguna emergencia. Y había cerrado la caja con una cuerda con un nudo fuertemente apretado. Y cuando vi aquella cuerda, mi mente de niño solo pudo pensar en lo bien que le iría a una peonza. Seguro que podría hacerla girar como si tuviera vida propia. Pero en aquellos años yo no tenía peonza, así que cogí la caja de las manos de mi llorosa madre y me subí al tren, envuelto por las brumas del amanecer.      

     
           La vida  en la mina fue mucho más dura de lo que me imaginaba. Cada mañana, mucho antes del alba, bajaba a las entrañas de la tierra en una jaula llena de hombres recios, que apenas miraban a aquel “guaje de mina”. Mi jornada duraba unas quince horas, y aún hoy me pregunto como podía resistirlo. Mi comida consistía en un trozo de pan de vez en cuando, porque  en aquella pequeña ciudad minera los racionamientos de la posguerra hacían estragos, o solo comían un poco mejor los que tenían matanza o huerto, y el dueño de la posada donde me hospeda no tenía apenas nada que ofrecer a sus inquilinos.


        El tiempo poco a poco pasaba, y de nuevo la Navidad estaba a la vuelta de la esquina. Yo apenas veía a mi familia, así que estaba deseando que llegasen esas fiestas para poder abrazar a mi madre, y necesitaba ver a mis hermanos, los echaba terriblemente de menos.      

    
        En Nochebuena nadie trabajaba, así que iba a estar con mi familia toda la noche. Y además le tenía reservada una sorpresa a mi madre. Uno de los hombres que se alojaba en la casa donde yo pernoctaba había tenido un problema y yo le había ayudado, así que en reconocimiento a mi pequeña ayuda me había dado una prueba de matanza muy abundante.

             
       Y si cierro los ojos, aún puedo ver a cara de mi madre cuando me vio bajar del tren con un caldero lleno de carne. Sus ojos reflejaban incredulidad, a la vez que se llenaban de lágrimas por la emoción que suponía ver a su hijo llevándole la cena de Nochebuena.  

     
       Y aquella noche, fue una de las Nochebuenas más especiales que recuerdo. Mi madre había preparado la carne de varias maneras, y había hecho además una buena sopa, que ya ni nos acordábamos de su sabor.


        Y mientras comíamos aquellos manjares, y mi estómago se resarcía del hambre que pasaba cada día, mi madre hablaba con nosotros, contándonos anécdotas de cuando éramos más pequeños y compartíamos aquella noche con mi padre.  


       Después de la cena, cuando yo pensaba que de nuevo mi hermano empezaría a cantar para darle una sorpresa a mi madre, fue ella la que dijo que tenía una sorpresa para nosotros. Y sonriendo misteriosamente se levantó de la mesa y se dirigió a su habitación. Al cabo de unos momentos volvió a aparecer, cargada con unos paquetes envueltos en papel marrón. Y después de decirnos que nos hacía aquellos regalos para celebrar el nacimiento del Niño Jesús, y para agradecernos lo buenos hijos que habíamos sido tras la muerte de mi padre, empezó ella a repartir los paquetes.     


          Nunca supimos de donde había sacado el dinero para hacernos aquellos regalos,  pero aquella noche, empezamos a mirar a nuestra madre de otra manera. Nos dimos cuenta de lo dura y difícil que había sido su vida, y de los grandes sacrificios que hacía cada día por nosotros. El paquete que les dio a mis hermanas traía una muñeca de cartón, y a su lado unos vestidos que había confeccionado mi madre, pues los que ya venían hechos seguramente se escapaban a su ajustadísimo presupuesto. El paquete de mi hermano mayor era un libro, pues le gustaba mucho a él leer y nunca tenía oportunidad de hacerlo, y el mío tenía una peonza. Cuando lo abrí me quedé sin palabras, y estaba tan sorprendido que apenas pude oír a mi madre explicándome que no tenía cordón. En la tienda costaban demasiado caros y ella debía repartir el dinero para poder comprarnos regalos a todos. Pero a mí no me importó, porque yo sabía exactamente donde conseguir un cordel. Aún conservaba aquel que había usado mi madre para atar la caja en la que llevaba mis pocas cosas cuando me había ido a la mina.      

 
      Después de cenar fuimos a la Misa del Gallo, porque además de oír lo que el señor cura tuviera que decirnos, acudir a aquella misa nos hacía sentirnos más cerca de mi padre.


       Y recuerdo que esa noche, en mi cama, no paraba de pensar en lo afortunado que era. Tenía una familia que me quería, había cenado mejor que un rey, y además tenía una peonza. Solo podía dar gracias a Dios.


        El tiempo pasa deprisa, y cuando quise darme cuenta ya no era un niño, así que pude encontrar un trabajo un poco menos duro, aunque siempre llevé el carbón en mi corazón. El devenir de los años me trajo hasta Lastres, y aquí me he sentido siempre en casa. Y por supuesto, siempre he celebrado la Navidad de una forma parecida a aquella que yo recuerdo de mi infancia. Ir a la Misa del Gallo me hace sentirme más cerca de mis padres, ahora que ya no está con nosotros ninguno de ellos. Y me siento muy afortunado porque nunca pasamos frío, no necesitamos tener las cocinas apagadas para comprar comida. Y además, los Reyes Magos y Papá Noel siempre regalan todo aquello que deseamos tener, así que lo único que puedo decir es que siento lástima de los niños que no disfrutan de las navidades, ni de su familia. Si no lo hacen ahora, probablemente ya no puedan hacerlo nunca. – Y con la voz ronca, el hombre terminó su historia, mirando la cara de tristeza que en esos momentos ponía su nieto.

A pesar de que había transcurrido mucho tiempo, parecía que nadie los echaba de menos, pues no subían a buscarlos. Así que, para evitar que el niño volviera a aburrirse, el abuelo empezó a revolver en algunas de las cajas que allí se apilaban, esperando quizás, encontrar algún tesoro. Y después de abrir varias de ellas que solo contenían estrafalarios vestidos, encontró Pedro una que al parecer guardaba juguetes de su padre, de cuando era niño. Interesado, el chiquillo empezó a sacarlos, y se quedó asombrado al descubrir un fuerte con indios y vaqueros, un barco pirata que tenía cañones y pasarela y un bonito puzzle que al parecer era tridimensional. Y cuando más entusiasmados estaban contemplando aquellos juguetes, sintieron como se abría la puerta, viendo a continuación la cara de preocupación que tenía la madre de Pedro.                                              
                                                                                                                      
         Soltando un suspiro de alivio, la mujer les dijo que llevaban un buen rato buscándolos, y ya no sabían que pensar, pues Pedro llevaba unos días muy difíciles y habían llegado a pensar que tal vez se había escapado, y que el abuelo andaba por ahí, buscándolo.


       Al oír los duros reproches de su madre, Pedro había bajado la cabeza avergonzado, mientras pensaba en lo que le había dicho el abuelo. Jamás se había imaginado él que aquel señor que le daba la paga los domingos y que le compraba caramelos había sido también un niño. Y había tenido que trabajar duro, pero pesar de eso, era bueno y cariñoso, y no se había enfadado con él cuando había estropeado la cena de Nochebuena jugando a la consola. 


        El chiquillo estaba desconsolado, porque lo que había hecho ya no tenía solución. La Nochebuena ya había pasado y no podía hacer nada para arreglarla. Lo único que podía hacer era intentar tener la mejor comida de Navidad, y a partir de ese momento, jamás volvería a elegir a un aparato antes que a su familia. Así que mirando a su madre, le había pedido permiso para bajar al salón aquellos viejos juguetes, que le parecían muy interesantes. Y cuando la madre había accedido, aprovecho él para pedirle tortos y castañas, que seguro que estaban muy buenos. Asombrada, la madre había mirado al abuelo, que se había encogido de hombros, fingiendo ignorar a que se refería. 


      A partir de aquel día, en casa de los Uría , la Navidad empezó a brillar con luz propia. Pedro se olvidó de la consola, y aunque alguna vez la cogía para jugar un poco, había descubierto lo divertido que es jugar con la imaginación. Nunca más volvió a cenar en el sofá, aislándose del mundo, y cada Nochebuena, después de la cena, le gusta cantar para que lo escuchen sus padres y sus abuelos

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      Y por supuesto, nunca falta a la Misa del Gallo.  


       Ahora Pedro ya no es un niño, ha cumplido veinte años, pero en su corazón sigue manteniendo la ilusión descubierta aquella mañana en un polvoriento desván. Y quiere mantenerla toda la vida. Os lo puedo asegurar. Por mucho que cambie la vida, hay cosas que no cambiarán jamás. Y una de ellas es mi Navidad, la Navidad que pude descubrir a través de los recuerdos de mi abuelo. Por muchos turrones que tenga, por muchos manjares que llegue a probar, siempre me quedaré con los repápalos de leche de mi madre.