Quiero felicitar, en primer lugar, a la profesora Natalia Fabra Portela por este premio. Pero también al jurado y a la Fundación Banco Herrero por reconocer el trabajo de una economista que ha dedicado buena parte de sus investigaciones a un sector esencial de nuestra estructura económica, como es el industrial y, en particular, el energético.

A ello volveré. Ya saben que por profesión y por vocación, la industria y la energía son preocupaciones cotidianas para mí.

Pero antes, permítanme unas reflexiones aprovechando el lugar en el que nos encontramos y el motivo que nos reúne.

La crisis que vivimos se ha cobrado muchas víctimas. Y, entre ellas, buena parte de las supuestas verdades de hierro del pensamiento económico. Muchos ciudadanos se preguntan desde entonces cómo los economistas no fueron capaces de detectar los avisos telúricos del seísmo que se avecinaba. No comparto la creencia de que los economistas formen parte de la legión de villanos de esta pesadilla, ni tampoco que sean los “buhoneros del librecambismo” (1). Pero si es justo y necesario decirlo bien alto: los supuestos que algunos utilizaban para explicar la economía de las tres últimas décadas se sustentaban en teorías erróneas, por no decir falsas.

Dos de ellas, como bien han apuntado varios estudiosos de la Gran Recesión (2) (3), son ejemplos de libro de la crisis de la teoría económica. La primera, la hipótesis de las expectativas racionales de los agentes económicos, utilizada para esquinar las políticas macroeconómicas. La segunda, la hipótesis de los mercados eficientes, germen de cultivo de las políticas de desregulación sufridas en este periodo.

Se invocan siempre los efectos catárticos de la crisis. Incluso la destrucción creativa schumpeteriana. Ojalá fuese así, y más en el caso que nos ocupa. Cierto es que la carcoma del desprestigio social y teórico ha hecho tambalear algunos pilares de la soberbia económica. Pero no lo suficiente y algunos persisten en su altanería, como aún ocurre en Europa.

Sin embargo, es de justicia afirmar que otro pensamiento económico se está abriendo camino. Nos habían dicho que no existían alternativas y que su senda era la única para alcanzar la riqueza y la prosperidad. Y ya hemos visto donde hemos llegado. Habían enterrado a Keynes y Schumpeter, cuando más necesarios eran sus diagnósticos y sus soluciones. Y a sus herederos los habían arrinconado con las armas de la arrogancia.

Algo está cambiando. A los Paul Krugman, Dani Rodrik, Joseph Stiglitz, Robert Solow y tantos otros que llevan años advirtiendo de que avanzábamos por un camino de perdición (por supuesto nada que ver con el camino de servidumbre de Friedrich von Hayek ), se ha sumado el renovado J’accuse zoliano lanzado por el profesor Thomas Piketty, que con El Capital en el siglo XXI ha dirigido la atención hacia las desgraciadas consecuencias que nos ha deparado la soberbia económica, principalmente los retrocesos sobre la distribución de la riqueza, la creciente desigualdad y la amenaza de una reedición del ancien régime.

Piketty no ratifica la tesis socialdemócrata de que los países son más prósperos, cuando existe mayor cohesión social, porque los investigadores, los innovadores y los emprendedores, investigan, innovan y emprenden mejor en sociedades más humanas, más habitables y más vivibles.

Simplemente coloca a la desigualdad en el centro del análisis económico cuestionando esa supuesta ley de gravedad que obliga a la riqueza a filtrarse hacia abajo y, con ello, cuestiona también la vigencia de la meritocracia, como cimiento esencial de las sociedades modernas.

Si hago esta reflexión en este acto y en esta simbólica y centenaria Bolsina del edificio histórico del Banco Herrero es porque sé que me dirijo a economistas preocupados por estas mismas patologías. Economistas que en sus departamentos universitarios o en sus despachos trabajan por aportar respuestas a los destrozos causados y redefinir la relación entre política y mercados, muy deteriorada por quienes utilizando modelos matemáticos, han estado más preocupados por la exactitud de sus modelos que por la verosimilitud de sus predicciones. 

Y en ese empeño sé que está Natalia Fabra y muchos de los galardonados por el premio Fundación Banco Herrero. Economistas que han rehuido las almenas de la altanería para diseñar respuestas a nuestros males y que saben de la necesidad de retornar al “arte de la política” (4) para establecer estrategias que armonicen soluciones para el presente con las reformas a largo plazo.

Uno de los territorios preferidos del trabajo de Natalia Fabra es la energía. Un espacio económico que concentra algunos de los paradigmas de los errores denunciados anteriormente.

Natalia Fabra es una especialista en regulación de mercados. Pero aclaremos ante todo que, hay quienes anteponen regulación a competencia. ¡Falso!

La competencia es la rivalidad que obliga a distribuir y trasladar a los consumidores los beneficios del progreso técnico y la innovación.

Y es cierto que corre el rumor (sobre todo en la izquierda) de que la competencia saca lo mejor de las cosas y lo peor de la gente. Pero cuando la ausencia de competencia se convierte en privilegio es la izquierda quien debe promoverla.

Fíjense que es un asunto, además, político el de la competencia. Quizás tras los impuestos y el mercado laboral el más político entre los económicos.

Un asunto muy viejo, aunque la ley Sherman de 1890, primera ley anti-trust, tenía menos que ver con la competencia que con la influencia de los oligopolios petroleros y del ferrocarril, en la trastienda de los legisladores o en la antesala de los gobiernos.

Hoy, una vez asumida la realidad de la economía de mercado conviene, siguiendo a Stigliz, recordar que hay mercados sin competencia. Que competencia y mercado no son sinónimos.

Sabemos que el mercado perfecto es casi una construcción imaginaria, que sus fallos no son excepciones sino reglas, y que es el mercado como regla el que constituye una excepción. Ya saben: sin barreras de entrada, sin asimetrías en la información y sin estructuras oligopolísticas.

El eléctrico es claramente un mercado imperfecto: el producto es homogéneo, la red es única, el número de competidores limitados, algunas tecnologías de generación están saturadas (caso de la hidráulica) o en moratoria (nuclear), su lenguaje es un arcano rabínico cabalístico y las ubicaciones estratégicas están copadas.

Bien, pues en nombre de la liberalización del sector que guió la ley 54/97 se han hecho bastantes tropelías en España. Porque no lo mismo liberalizar que desregular. La autorregulación sólo es posible para mercados contestables. En el caso del eléctrico, autorregulación equivale a colusión, y si se quiere introducir competencia no hay que liberalizarlo ni desregularlo, hay que re-regularlo, regularlo para la competencia.

Si queremos que España sea un país industrial, porque en el actual contexto la industria española no puede competir en mercados mundiales con un imput eléctrico que adquiere en un mercado regional, se necesitaba una nueva y, sobre todo, una mejor regulación.  

Pero la ley 24/2013, del sector eléctrico no responde a esa necesidad, y su desarrollo normativo (pongamos por ejemplo la propuesta de Real Decreto por la que se regula la producción de energía eléctrica en territorios no peninsulares en su Disposición Final Quinta) de una regulación discriminatoria y arbitraria que perjudica a la industria asturiana en la misma medida en la que beneficia al País Vasco, no se sabe en virtud de que argumentos objetivos, transparentes y equitativos exigibles a cualquier regulación. En fin, por volver al hilo general de la argumentación, les diré que la actividad regulatoria es una forma de intervención pública, junto a la política macroeconómica y la producción directa de bienes públicos, puros o preferentes.

Esto no se despacha en una legislatura, se necesita una acción sostenida a medio plazo. Se trata de garantizar el suministro, proteger el medio ambiente y asegurar la competitividad de la economía. 

Hablamos de un problema de Estado. No es la primera vez que lo digo y no me cansaré de decirlo, en las instituciones españolas y en las europeas: la repercusión de un alto precio de la energía para la industria es demoledora para la actividad económica y el empleo.  

En Asturias, como en algunas otras comunidades autónomas, tenemos grandes consumidores eléctricos. No hace falta que enumere cuáles serían las consecuencias de unos costes energéticos inasumibles.

Por lo tanto, reitero, ésta es una cuestión de primer orden, una urgencia para España en su conjunto si queremos sumarnos a la Europa industrial y más próspera, y no ser un país de servicios precarios, un parque temático para turistas venidos del frío. Y por ser urgentes y necesarias las respuestas, es una prioridad abordar un pacto de Estado por la energía.

Corremos el serio riesgo de que los cambios decididos por el Gobierno español eleven los costes, castiguen la cogeneración y las empresas especializadas en las energías renovables. Es un asunto de primera magnitud, crucial para asegurar la competitividad industrial de España y, por ende, de Asturias. España, lo reitero, necesita un pacto de Estado por la energía que afronte el enorme problema del déficit de tarifa, que asegure el suministro y la calidad ambiental y que evite que las industrias radicadas en España se sitúen en desventaja frente a las ubicadas en otros países. Hablo de uno de los desafíos más serios a los que nos enfrentamos como Estado, que no se despacha en una legislatura, sino que necesita una acción sostenida a medio plazo.

Un acuerdo que exige cesiones de todos, porque la política energética, al menos en sus grandes líneas, es sustancial para cualquier Estado.

Así que felicito a quienes se preocupan por mejorar la regulación del sector, singularmente a la profesora Fabra por este premio, también a la Fundación Banco Herrero y aprovecho la ocasión para pedirles que sigan estudiando, trabajando y desarrollado iniciativas para recuperar el pulso a un pensamiento económico que renuncie a la pretensión de exactitud para volver a su genuina condición de ciencia social.

Muchas gracias.

QUEDA CONVOCADA LA DÉCIMO CUARTA EDICIÓN DEL PREMIO SABADELL HERRERO A LA INVESTIGACIÓN ECONÓMICA

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1.         Marx, Karl, El Capital.

2.         Arias, Xosé Carlos; Costas, Antón, La Torre de la Arrogancia; Ariel, 2011.

3.         Krugman, Paul. Cómo llegaron los economistas a estar tan equivocados; New York Times, 2009.

4.         Innerarity, Daniel. La política, sola ante el peligro; El País, 2010.