Un año más Sofía miraba por la ventana. La ciudad entera se preparaba para recibir la navidad, ella no. Sería una nochebuena como todas las anteriores.
No recordaba una sola navidad feliz. Se veía a sí misma año tras año mirando la vida desde la ventana de su casa: niños correteando con sus regalos nuevos (teniendo esas infancias que ella no había podido disfrutar), familias cantando y riendo, y gente pasando horas y días espléndidos. Año tras año, la vida ocurría detrás de su ventana.
Ahora, sentada en el salón de su casa, se preparaba para una navidad exacta a las anteriores. Las calles se hallaban invadidas de música y gritos de alegría. ¡Si hasta los gatos callejeros parecían esperar la navidad con más ansias que ella!
Su profunda tristeza le impidió divisar la sombra que atravesando la ventana vino a ubicarse justo delante de donde ella se encontraba. Por eso, cuando esas manitas blancas y diminutas se posaron sobre su cabeza se sobresaltó violentamente.
—¿Quién eres?
—Puedo ayudarte.
—Y ¿por qué habría de confiar en ti?
—¿Porque no tienes muchas otras opciones?
—¡Vete!
—Está bien, veo que prefieres pasar unas nuevas navidades sola…
El ser diminuto se disponía a marcharse cuando Sofía lo detuvo:
—Espera… ¿Dices que puedes hacer algo para cambiar eso?
—Ajam…
—¿Y qué?
—Lo que yo haga no importa, el asunto es qué hagas tú. Puedes elegir continuar así muchos años más o vivir una última navidad feliz, como nunca la has vivido.
Sofía dudó. Habría pagado, incluso, si hubiera sido necesario… Sin pensarlo mucho, le dijo que aceptaba. Apenas terminó de hablar, el diminuto personaje desapareció, y ella se entristeció, cansada de seguir creyendo en espejismos. El timbre de la casa sonaba sin cesar. Sofía se levantó y atendió.
En su cabeza todavía flotaban los últimos acordes del sueño. Habían traído un enorme paquete para ella, y ¡llevaba su nombre! Nunca antes había recibido un regalo. Lo abrió embargada por la ilusión. La caja gigante estaba llena de papeles y tenía otra caja un poco más chica, pero con el mismo contenido. Comenzó a quitar papeles y cajas, como si de una cebolla se tratara, y cuando ya estaba rota de desilusión descubrió que la última era una cajita diminuta en la que había una invitación. “Sofía, te esperamos esta nochebuena para disfrutar de una velada única. No faltes. Tus amigos”.
No había recuerdos en el imaginario de Sofía que pudieran compararse con esa noche. Se sintió profundamente feliz y a gusto en medio de mucha gente que la saludaba de forma afectuosa y le deseaba una buena navidad. Y se olvidó de todos los años anteriores, solitarios y resecos.
Cuando los vecinos vieron el alto fuego que avanzaba hacia el techo de la casa de Sofía, llamaron a los bomberos. Pero, por mucho esfuerzo que pusieron todos, no pudieron hacer nada. Cuando los bomberos subieron a su dormitorio, encontraron a Sofía sonriendo, aún vestida de gala. Jamás se explicaron cómo había fallecido, teniendo en cuenta que la ventana de su dormitorio se hallaba entrecerrada.
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