Por Inaciu Iglesias, en El Comercio

Son momentos históricos. Cuarenta años después de proclamar nuestro Estatuto, y once legislaturas mediante, nos toca reformarlo. Con mucho cuidado, por supuesto, no hay otra manera. Es lo que toca y me van a permitir que, aunque nunca me gustó la metáfora del melón, la usemos: abrámoslo, y pensemos qué tipo de comunidad queremos ser. Autonomía de primera o de segunda, nacionalidad o región, comunidad histórica o inventada. Y yo mismo tiro la primera piedra. Solemnemente afirmo que soy partidario de la primera opción, de las tres primeras. Somos una nacionalidad histórica y nuestro sitio está entre las grandes. Y lo digo como lo que soy: un cincuentón, de derechas, empresario, demócrata y liberal.

“Somos una nacionalidad histórica y nuestro sitio está entre las grandes”

Y lo repito: quiero el mayor autogobierno para mi tierra. Creo que es mejor, muchísimo mejor, que las competencias las gestionemos nosotros, no los demás. Y frente a los que piensan que autogobernarnos equivale a suicidarnos, porque dependemos como adictos de los flujos del Estado, yo reitero que es exactamente al revés: que dependemos –y seguiremos dependiendo– de los dineros del Estado precisamente porque no queremos autogobernarnos. Porque asumir nuestras propias responsabilidades es lo que nos hace adultos, y porque aquí lo de que inventen ellos, gobiernen ellos o legislen ellos no nos funciona. Y no nos va a funcionar. Nunca. Y en eso estamos de acuerdo la mayoría, en concreto las tres quintas partes de nuestro parlamento: 27 de nuestros 45 diputados. Y tenemos mucho de qué hablar: nos toca debatir qué tipo de Estatuto queremos para los próximos años y, afortunadamente, no sabemos cómo va a acabar todo esto.

“Cuarenta años después de proclamar nuestro Estatuto, nos toca reformarlo”

Hace cuarenta años, una parte de la derecha asturiana votó en contra de ese primer autogobierno. Según ellos, porque estaban muy a favor. Porque les parecía mal la vía lenta del artículo 143 y preferían la vía rápida del 151. Y como eran más autonomistas que nadie, se opusieron a aquella autonomía. Y suena raro, pero no lo es tanto. Porque fue lo mismo que hicieron con el referéndum de la OTAN, en el que –como eran más atlantistas que nadie– pidieron la abstención. Y es lo mismo que amenazan hacer ahora con la oficialidad del asturiano, en el que –como son más bablistas que nadie– pretenden conservarlo prohibiendo su uso en todos los edificios y administraciones públicas.

Ya lo anticipaba Orwell: nada es lo que parece y todo se define por su contrario. Y, así, en la neolengua de su famoso Gran Hermano, la guerra sería la paz, la libertad sería la esclavitud y la ignorancia sería el conocimiento. Y por lo que vemos, para cierto tipo de derecha –la que podríamos llamar reactiva– las cosas son exactamente así. En fin. Nada nuevo, ni siquiera original: en otras partes de Europa las cosas están mucho peor. Es un triste consuelo pero, por ejemplo, cierta derecha, en Francia, es centralista hasta la irracionalidad; en Italia, es histriónica hasta el ridículo y en el Reino Unido es antieuropea hasta la estupidez.

La buena noticia es que, afortunadamente, existe otra derecha, la mayoritaria y verdaderamente valiente que nos sirve de modelo. La que, por ejemplo, en España aprobó el voto femenino en los años treinta, legalizó al partido comunista en los setenta y acabó con la mili obligatoria en los noventa. Y ese es nuestro sitio. Y aunque nos desprecien diciendo que somos incapaces de llevar nuestras cosas, que nuestras lenguas no existen, o que solo sabemos vivir subsidiados, no se dan cuenta de que sus insultos nos hacen más fuertes, que no somos peores que nadie y que vamos a cambiar nuestra decadencia por responsabilidad.

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