Por Inaciu Iglesias, en El Comercio

De los siete pecados capitales, la envidia es el más cruel. Con diferencia. Con los otros seis, siempre se consigue algo a cambio. Con la gula, la pereza, la avaricia, la lujuria, incluso la ira o la soberbia, se obtiene alivio, placer, o desahogo; aunque sea momentáneo. Pero con la envidia, no. La envidia, por definición, es inútil y autodestructiva. O, para decirlo en términos católicos, lleva en el propio pecado la penitencia. Así que aléjense de ella, incluida la envidia sana que, por supuesto, no existe; es otro engaño más: un oxímoron como el fuego helado, el beneficio sin riesgo o los silencios atronadores.

Y, sin embargo, ahí está la envidia: omnipresente, presidiendo nuestras conciencias y condicionando, por activa y por pasiva, nuestra vida pública hasta extremos intolerables. Fíjense, por ejemplo, en todo lo que está pasando con el Partido Popular en Madrid: un desastre; fuego destructor (amigo, dicen) provocado por la envidia armada. O, para decirlo en términos académicos, la perfecta definición de la estupidez humana: cómo provocar un gran perjuicio a todo el mundo sin conseguir ningún beneficio para uno mismo.

Ayuso y Casado –cada uno a su ritmo– decidieron morir matando. Si yo no puedo ser entonces tú tampoco, razonaron. Y empezaron a derribar el templo sobre sus propias cabezas. La excusa fue la corrupción: un contrato de mascarillas del hermano de la presidenta. Nada raro. Es lo que pasa cuando el desorden y la suciedad no se limpian a tiempo: que te acaban comiendo. Y hace demasiado tiempo que la derecha española decidió negarlo todo (salvo alguna cosa), refugiarse en lugares comunes y usar las evidencias como arma de destrucción masiva para perjudicar a terceros: a los enemigos, a los enemigos mortales y a los compañeros de partido.

Casado prefirió buscar atajos y maniobrar para evitar que alguien le hiciera sombra

A los necios les cuesta reponerse de las victorias. Casado, por ejemplo, podía haber hecho lo correcto con las elecciones que ganó Ayuso: esperar. Pero no. Prefirió buscar atajos y empezó a maniobrar para evitar que alguien le hiciera sombra. Ese fue su primer error. El segundo fue ver enemigos en todas partes –incluida la patronal– y enfrentarse con ella (y con los sindicatos) para no pactar la reforma de la reforma laboral; una estratagema que le salió doblemente mal, porque con el voto/gol en propia puerta la derrota y el ridículo fueron ya completos: en la forma y en el fondo. Y, así, llegaron al tercer error: convocar elecciones en Castilla y León para disponer de una victoria que atribuirse como propia; maniobra que también les salió mal. Y en medio de todo ello, les estalla la bomba de los dosieres y las investigaciones internas que, además, pretenden cerrar en falso. Cuarto, ¿y último?, error.

La envidia, omnipresente, condiciona por activa y por pasiva nuestra vida pública

¿Y a quién beneficia todo esto? Pues, en primer lugar, a los populistas: a los extremistas de Vox (populi) que se frotan las manos mientras los populares se matan. En segundo lugar, a los socialistas. Y, en tercer lugar, a los aspirantes internos; a las terceras vías. ¿Y quiénes resultan perjudicados? Pues, en mi opinión, todos los demócratas: la democracia misma, los españoles todos. Porque esta manera –tan envidiosa– de gestionar los partidos no fomenta el talento ni la meritocracia, no limpia la corrupción y consigue que a las instituciones nunca lleguen los mejores, sino los más maniobreros. Por eso tenemos políticos tan ramplones. Por eso somos incapaces de llegar a grandes acuerdos; como la reforma del Estatuto. Y por eso estamos tan desencantados de nuestros líderes públicos: porque la envidia preside nuestra vida institucional. Esa es la penitencia de nuestro pecado.

Y en nuestro pequeño y verde país, más.

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