Tu madre no pudo haberte escogido mejor nombre: Candela, aun sin saber en lo que te convertirías cuando hubieras llegado a la adolescencia.

        Candela es un hermoso homenaje a las llamas moribundas de los amores de pensiones, de esos que solo quedan en el recuerdo de las camas desvencijadas; de esos que se perciben cuando uno está mirando la vela y te ve al compás de lo que el viento quiere hacer; de esos que se debilitan de tanto amar; de esos que se fueron con tu tongoneo de bailarina de calle; aprendido al repiqueteo del tambor y la guarura.

            Esto es lo que queda de leña y tú me decías que ese árbol era suficiente; que lo atizara cada media hora; que me sirviera los tragos muy lentamente para que me alcanzara hasta la mañana cuando tú regresaras; claro, estoy hablando solo, esperando ver cómo cae la última gota de ron y ya el 25 seré otro; más viejo, con el cartel en la puerta con mi nombre de Carmelo, oyendo pasar las gentes con sus melodías de De Falla en medio de píccolos y oboes; violines, violas y contrabajos martillando, taladrando, ahuecando mis sienes.

            Ya no hay espacio para el dolor.

            Ahora te percibo como un espectro, como ese que se interpuso cuando yo le abrí las rendijas para que el agua penetrara; y te fuiste haciendo suya en medio de mis agonías. No te culpo, fuiste así desde tus primeros pasos, desde que entendiste que tu figura de danza gitana sería para atraer a los hombres como a mí; claro, ya viejo y desgastado, con ansias de todavía tenerte. Poseer esas nalgas sedosas que brincaban con espasmos involuntarios; agarrar tus pezones diminutos para saborear esos hilillos de leche tierna y virgen y dulce y ya la miel es ácida delante de esas teticas puntiagudas para guindar tus ropas como aparador movedizo en medio de la habitación; lamer cada bello sin rasurar, oler tus hondonadas con perfume de bestia herida, donde los fluidos me permitían levantarme todavía.

            Ahora no.

             Poseer todas tus estribaciones y pasarle la lengua enjuta, amarga, sin papilas que el licor se llevó, con la saliva que se me sale por las comisuras porque ya no tengo fuerzas para cerrar la boca y tú allí, solo en fotos, en recuerdos, en paredes sin pintar, en el último jabón con que te bañé los sudores mortecinos de aquel, de aquellos, del semen aún tibio cuando te esperaba sentado en el descompuesto catre que ahora luce como mortaja de amor; y yo te abría la puerta y tú con los labios a medio  pintar o lo que ese te dejaba o lo que esos te dejaban; no me digas lo que te hizo, no me digas lo que te hicieron; ya con la pesadez de los años y esta botella vacía no me  permiten ordenar mis pesares.

            Caminar me cuesta y tú lo sabes; solo arrastrarme por el suelo como cuando tú lo hacías para que yo te olfateara y siguiera tus latidos de cabaretera sin cabaret, dando saltitos de rana cuando es ahuyentada por las serpientes; escondiéndote detrás de tus ropas transparentes y yo sin poder alcanzarte, solo mi hombría buscando aliento cuando también tuve 20 años, pero ahora no; ahora es el ron y los pensamientos y esta sed que me imposibilita sacarte los gemidos que antes se me hacían rutinarios y a cada rato; cuando llegabas a sabiendas que los otros te habían sacado los tuyos y los de ellos.

            No me preocupa que bailes de esa forma tan tuya desde niña; ni que te muevas como culebra buscando salir del canasto al compás de la flauta, ni que puedas hacer el amor sin descansar, ni que los hombres del barrio pronuncien mil veces tu apelativo, ni que te llame en medio de la noche y tú no regreses. Hoy, 24 de diciembre, solo quiero descansar y escogerte el vestido más diminuto y llevarte ante él o ante otros, como antes, y yo me quedo con mis años en el recuerdo, observando tu último resplandor en el recodo de la calle; oyendo los villancicos desde afuera y sabiendo que adentro está el coro infantil y las gentes atenta ante los acordes y los arpegios; y yo en el frío de las aceras.

            Así que si hubo amores brujos en el cerebro de De Falla, también los hay en el mío; mientras los niños destapan sus regalos, yo destapo mis remembranzas, con la imagen tuya moviendo tus caderas y ya el tambor se hace lejano, aterido, noctámbulo a las cuatro de la madrugada, y yo yendo cada minuto a la ventana sin vidrio a ver si se te ocurre regresar; a ver si algún auto se detiene en la puerta como lo hacía cuando tú vivías conmigo; cuando yo te esperaba detrás del pórtico para no detectar mi presencia de hombre celoso; de cazador sin arma a la espera de la presa que llegara sigilosamente y te despedías con el más tierno beso de amante dominical; mientras yo te palpaba, a lo lejos y sin poder decir: ¡Desgraciado!

            Si aquello es un ballet, esto es una tragedia, con sus coros y las anagnórisis y Artemis resplandeciente todavía en la mañana; y yo desde mi almena de tabla descascarada, tratando de oír el motor de cualquier carro para ver si eres tú, de esas pisadas tuyas que yo sabía que eran tuyas aún en medio de miles de pisadas;  para ver si veo la última pantaletas que te pusiste delante de mí; para oler el poquito de perfume del frasco que yo te regalé cuando fui al campeonato mundial de beisbol; en esa temporada donde me firmaron al profesional.

             Después viniste tú y ya no bateaba como en mi primera estadía en los campos dominicanos; primero con tus grupas, que eran estrais sin tirarle; esa manera particular de mover tu cintura, que nadie en el estadio lo podía imitar; después el uniforme de bachillerato que te fuiste quitando lentamente a los trece añitos y yo casi haciendo batazos en el aire como en los entrenamientos cuando era el mejor prospecto de la selección, no había lanzador que me ponchara; pero tu presencia se interpuso entre la fama y la recta de 90 millas; y el entrenador reclamándome mi poca preparación para el juego más importante de mi carrera; “no sé qué me pasa, no tengo fuerzas” -le decía-, mentiras, claro que sabía.

            De la pelota vino el tan tan del tambor y todos los sonidos juntos, y De Falla se fue haciendo pequeño, impenetrable, enigmático, y tu nombre se esparcía por todo el vecindario, y yo buscando para complacerte, haciendo cualquier cosa, pintando casas de ricos y comparando con lo que te podía dar; el cuarto escarapelado, lleno de goteras, con los recuerdos fijados en cada resquicio de los cables al aire, el vidrio que jamás se puso, el chorro nunca bien trancado, las sábanas descoloridas y tus fotos de cuando estabas estudiando, tu memoria de jovencita bien acomodada, el liceo privado sin terminar, y yo en el centro.

            Vimos Amor Brujo en el teatro y yo sabía que Candela eras tú, por coincidencias, sin espabilar, aguantando la respiración; solo dejando correr tu mano en medio de mi  pantalón, con tus faldas diminutas, tus destrezas de costurera experta agarrando un remiendo, y yo no entendía el ballet, solo oía a la orquesta y nada me distraía entre el director y tus piernas. Atrás quedaron las gradas, las gorras, los fanáticos y tu familia. Nadie vino después, nadie supo más de ti, solo yo, de espaldas, en silencio, como el califa buscando al genio de entre la botella.

            De Falla desapareció.

            Ahora, en este nuevo diciembre sin ti, solo me quedan los recortes de los periódicos, las estadísticas, las promesas y tus recuerdos; el primer cliente; ese primer olor a hombre que no era yo; la primera botella que tú trajiste porque te la regalaron como premio a tus malabarismos en la cama;  el primer pago de tu cuerpo, la primera noche que saliste sin mí, los encuentros en la playa, la hierba y otras, los alcanfores y las cervezas. Ya es 25 y el Niño Jesús tuvo que haber nacido ya. Ahora empaqueto nuevamente tu regalo que ya deben ser 16 o 17 años que lo vuelvo a guardar en su mismo sitio.