Por Inaciu Iglesias, en El Comercio

No sé por qué tenemos que estar enfadados. Los asturianos, digo. Todo tiene solución; hasta el nuevo Estatuto: hablemos, negociemos, pactemos y, sobre todo, respetémonos, que –lo sabemos bien– no existe una manera única de ver las cosas, ni un pensamiento único, ni siquiera un nombre único para denominarlas. Lo que para algunos es –qué sé yo– una vergüenza intolerable, para otros supone un orgullo evidente. Y por eso, desde ya, tendríamos que ponernos de acuerdo en no perdernos el respeto, en no faltarnos y en no mentir. Y no me refiero a no levantar la voz o no defender lo nuestro con auténtica vehemencia. No es eso. Un buen discurso, un buen taco, o un mal desahogo ofenden bastante menos que un malintencionado silencio hipócrita. Con lo del respeto me refiero a no dejar de ser honestos, valientes y consecuentes; sobre todo con nosotros mismos.

A lo largo de los años yo me equivoqué muchas veces. Y rectifiqué. Y aprendí. Y volví a equivocarme. Y vuelta a empezar. Y por eso mismo cada vez soy más tolerante y más radical en mis planteamientos y en mis convicciones; en mis principios, vaya. Hablando de política, la primera vez que voté fue para decir no a la OTAN. Y perdí. Y lo asumí, y aquí estamos, y no pasa nada. Y hoy, si volviera a hacerlo, votaría que sí. A la OTAN, digo; o a lo que queda de ella. Pero no por estar del lado de los vencedores. O porque me arrepienta de lo que pensaba con veinte años. O de lo que hacía. Al contrario, con el tiempo le cogí gusto a lo de votar en conciencia y, desde entonces, no hice otra cosa que cosechar derrotas. Por lo menos hasta que, veinte años después, fui de los que aprobamos, por amplísima mayoría, el Tratado para la Nueva Constitución

Europea. ¿Se acuerdan? Yo tampoco. Entre otras cosas porque aquella Constitución nunca salió adelante y así funciona la democracia: sabiendo perder; con respeto.

“Los derechos no obligan a nadie. No obligan a ejercerlos. Pero sí a respetarlos”

Y es que los derechos no obligan a nadie. No obligan a ejercerlos. Pero sí a respetarlos. El derecho a la propiedad, al trabajo, al divorcio, a la vivienda, al autogobierno, al libre mercado, a la eutanasia, a la religión, al matrimonio o a lo que sea, no nos obligan a ejercerlos. Pero, insisto, sí a respetarlos. Y por eso tenemos la sagrada obligación –la imposición, si lo prefieren– de buscar aquellos lugares comunes en los que coincidir todos. O, dicho de otra manera: de descubrir el mínimo común denominador.

“No existe ningún derecho a que los demás dejen de usar su propia lengua en mi presencia”

Ahora mismo estamos negociando un nuevo Estatuto. Y debemos encontrar esos puntos de equilibrio en los que el ejercicio de los derechos de unos no suponga el menoscabo de los derechos de otros. La palabra clave es equilibrio. Y respeto. Y valentía. Porque, lo siento, pero no existe ningún derecho constitucional a que los demás se repriman, se escondan o, directamente, dejen de ejercer sus propios derechos para que yo no tenga ningún tipo de problema o molestia con los míos. No. No existe tal derecho a que los otros no tengan una vivienda digna en mi mismo barrio, no accedan a un trabajo compitiendo con el mío, o no se casen con quien ellos deseen y yo no. No. Ese de la prohibición no es el lugar común del que hablamos.

Y, bueno, ya que me sacan el tema de la oficialidad, tampoco existe ningún derecho a que todos los demás dejen de usar su propia lengua, en mi presencia, porque eso me resulta incómodo. No. La convivencia es otra cosa.

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