Por Inaciu Iglesias en “El Comercio”

No puedo evitarlo. No soy imparcial. Miro las protestas de nuestros ganaderos y paisanos y lo único que veo es dignidad. Y, vale, por supuesto; después también soy capaz de entender que hay rabia, razón, reivindicaciones más acertadas que otras y algunos errores de comunicación. Pero lo que, sobre todo, concluyo es que no podemos seguir despreciándonos así a nosotros mismos: a lo que somos, a lo que nos hizo ser lo que somos; a lo que nos sigue dando de comer. Y esto último del comer lo digo muy en serio. Porque, señores, aparte del alimento espiritual y la educación y la urbanidad y todas esas cosas tan necesarias en nuestro mundo tan guai y tan moderno, todos nosotros vivimos, comemos y bebemos de lo que nos da la gente del campo. Cada día. Tres veces al día. Todos los días de cada uno de los años de nuestra vida.

Ellos nos dan de comer. Y por eso hay que escucharles cuando hablan; o cuando gritan: porque la dignidad es importante -la suya y la nuestra-, y el respeto; y el dinero, por supuesto. El dinero es fundamental, entre otras cosas, porque es una buena forma de concretar todo lo anterior. Yo mismo soy muy partidario; lo confieso. Soy partidario de que, en el mundo laboral, en el político, en el familiar -y en el económico en general- a la gente se la valore y se la recompense por sus méritos. Por lo que hacen. No por lo que son. O por lo que dicen ser. O por lo que queda bien en el relato. Se llama meritocracia; y en su nombre, y sin hacer trampa, deberíamos conseguir que una botella de Viuda de Angelón se pagara tanto como una de Viuda de Clicquot. Y que las etiquetas, los apellidos, la clase, la nacionalidad, la religión, la lengua o el color de la piel de cada uno no importara tanto, salvo -por ejemplo- para ir al dermatólogo.

Somos muy tontos. La ideología, los complejos y los prejuicios nos enfrentan demasiado. Por no hablar del código postal. Y, si fuéramos un poco más listos, deberíamos entender mucho mejor de dónde venimos y todo lo que nos une con lo que tenemos cerca; con nuestros paisanos: todo lo que compartimos con ellos. Que, insisto, es muchísimo.

Podemos considerarnos de derechas o de izquierdas. O de centro. Podemos ser partidarios de lo público, de lo privado o de todo a la vez. Podemos vivir en el campo o en la ciudad. Y podemos vernos como gentes de orden, anti patriarcales, pro globalización o lo que queramos. Pero, al final, hay una cosa en la que deberíamos estar todos de acuerdo; una cosa muy sencilla: una sociedad justa necesita proporcionar ingresos dignos a trabajos dignos. Punto. Ese debería ser el acuerdo; porque, sin eso, resulta muy difícil seguir avanzando.

Después ya habrá tiempo para discrepar y discutir cómo lo conseguimos. Que -no nos engañemos- es lo difícil. Algunos querrán regularlo todo por decreto. Otros apostarán por castigar -pero muy duramente, eh- a los culpables y a los sospechosos y a los vagos y a los maleantes. Siempre habrá partidarios de la tolerancia, de la ley de la selva, de la post-anarquía, o del que gane el más fuerte. Y los más preferirán fijar algunas reglas muy claras y, dentro de ese marco inseguro, dejar que el futuro se construya incierto.

Pero, sea como sea, insisto, no podemos seguir despreciando así a nuestros paisanos. Por dignidad. Porque su dignidad es la nuestra. Porque merecen que se valore su trabajo. Y porque, al final, no son ellos: somos nosotros.

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