Carlos Espinosa de los Monteros un ilustre lastrín.

Nacido en Lastres en 1775, inició su carrera militar como cadete a los 15 años, hasta ser nombrado general en Madrid a los 72, tras una vida de «espíritu indomable»

Fueron relativamente numerosos los asturianos que, después de haber combatido contra los franceses en la Guerra de la Independencia, continuaron batallando por la causa liberal, con mejor o peor fortuna, y en general y a la larga, con pésima fortuna política, pues su esfuerzo fue en muchos casos en vano; en otros contribuyeron a causas, si bien tácticamente próximas, muy alejadas del liberalismo, y no consiguieron separar la idea de liberalismo de la de radicalismo, con la que tan mal compagina. Don Benito Pérez Galdós llegó a escribir con amargura: «Por desgracia, nuestro país no es liberal, ni sabe qué es libertad».

Y sin embargo, ¡qué simpáticas, generosas y esforzadas son aquellas biografías de liberales de comienzos del siglo XIX, llenas de peripecias, de episodios novelescos, de persecuciones y desgracias, de desagradecimientos y ostracismo! Muchos de ellos recibieron como recompensa la cárcel, la emigración, el confinamiento, la calumnia, la pérdida de sus bienes, cuando no el cadalso; como apostrofa Lope de Vega a España: «madrastra de tus hijos verdaderos». Lo que será repetido, siglos más tarde, por James Joyce referido a Irlanda, a la que considera como la cerda vieja que se come a su lechigada.

Muchos de estos personajes asturianos pudieron haber sido protagonistas de ciclos novelescos, como lo fue Gabriel Araceli de la primera parte de los «Episodios nacionales» de Galdós, o Eugenio de Aviraneta, espejo y modelo de conspiradores, en las «Memorias de un hombre de acción», de Pío Baroja. En Asturias no hubo ningún novelista con el aliento y el sentido épico y de la historia de Galdós o Baroja, pero, en cambio, contamos con un historiador como Gabriel Santullano, quien, en el libro «Del hierro y el fuego», rescata muchas biografías liberales. Hoy le corresponde el turno de ser entrevistado a Carlos Espinosa de los Monteros, no más conocido, me temo, que José Ignacio Castañera o José M.ª Cruz Álvarez, nuestros anteriores entrevistados. Don Carlos Espinosa de los Monteros reside en Madrid, por traslado, desde el 15 de mayo de 1847, en que fue ascendido a general.

-No puedo decir que me haya ido mal del todo -reconoce-, aunque pasé lo mío. Pero otros lo pasaron peor y buena parte de ellos no pueden contarlo. Cuéntenos, pues, sus trabajos, empezando por el comienzo.

¿Dónde nació? En Lastres (Asturias), en el año 1775. Mi nacimiento en esa bella localidad asturiana fue accidental, debido a que mi padre se encontraba destinado en ella, por su condición de teniente coronel del Cuerpo de Ingenieros. Al morir mi padre, siendo yo niño, nos trasladamos a vivir a Santiago de Compostela, de donde era mi madre y donde tenía familia. En Santiago efectué mis primeros estudios, hasta los 15 años. A esa edad, debido a la amistad de mi familia con el conde de Lacy, ingresé como cadete en el alcázar de Segovia.

¿La amistad con Lacy influyó en sus estudios? Pudo haber influido, muy vagamente, en el nacimiento de mi tendencia liberal, pero no en los estudios, porque creo haber sido un alumno muy aprovechado. En 1794, con 19 años, salí de la Academia con el grado de subteniente, incorporándome al Ejército de Navarra, con el que también estuve en las provincias vascongadas. Por entonces, las ideas de la convención predominaban en Francia y pasaban a España a través de la frontera. Cuanto más cerca estaba de la frontera mayor fuerza poseían estas ideas, pese a la guerra que manteníamos contra la Revolución. En 1795, después de firmarse la Paz de Basilea, viví la vida aburrida de un oficial en tiempos de paz. En 1799 fui destinado al Ejército de Extremadura, que se disponía a intervenir en Portugal. Pero aquélla fue una campaña de vergüenza, por culpa de Godoy, y al cabo de una campaña que duró dos días marché a Sevilla, eso sí, ascendido a capitán. Al producirse la guerra con Inglaterra, a causa de nuestra desdichada alianza con Napoleón, fui destinado a Menorca, donde me encontraba el 2 de mayo de 1808 y en fechas posteriores.

¿Qué actitud adoptó entonces? -¡Parece mentira que me lo pregunte, Noriega! Fui de los que proclamaron a Fernando VII en Mahón: poco podíamos sospechar entonces que aquel canalla nos saldría rana. Y después de firmada la paz con Inglaterra, lo que hacía superflua la presencia de tropas en las Baleares, fui destinado a Tarragona con las fuerzas a mi mando. Inmediatamente se me encomendó el mando de la plaza de Rosas, y en ella resistí mientras pude el sitio que le puso el general Gouvion de Saint-Cyr, hasta el 10 de noviembre de 1810, en que hube de rendirme.

¿Y los franceses se comportaron caballerosamente con usted? ¡Los franceses, para quien los quiera! ¡Para su madre! Como mi espíritu era indomable, me confinaron en el castillo de Foix, cerca de la frontera suiza, junto con otros seis oficiales de parecida actitud. Los carceleros, que eso se les daba muy bien a quienes nos tenían prisioneros, nos consideraban cerriles, y yo, para no decepcionarlos, me fugué. Disfrazado, atravesé casi Francia entera, pero encontrándome muy cerca de Cataluña, quiso la mala suerte que volvieran a hacerme prisionero. Entonces me condujeron a la prisión de Lille, con cadenas al cuello, como si fuera un malhechor. Sin embargo, y a pesar de tanta precaución, volví a fugarme, y en esta ocasión, con éxito, porque crucé la frontera belga y en Bruselas me uní al Ejército aliado que, en 1814, se disponía a invadir Francia.

Después estuve algún tiempo en Holanda y en Inglaterra, desde donde regresé a España por mar. Y de vuelta a la patria, en lugar de ser reconocidos mis trabajos, fui enviado a Pamplona, donde tuve que demostrar que no había jurado fidelidad al intruso rey José. Como esto lo pude demostrar fácilmente, el 30 de marzo de 1815 alcancé el grado de coronel. Poco después me casé con doña Javiera Azcona y Rodríguez de Arellano, de distinguida familia de Pamplona, siendo destinado en la Cuarta Maestranza de La Coruña.

Allí se recordaba la intentona de Porlier, y yo conspiré como el primero en favor de la causa constitucional, dando como resultado, a comienzos de 1820, al primer levantamiento que triunfaba en España en apoyo del de Riego en Cabezas de San Juan.

A mí se me encomendó detener al capitán general, para lo que entré en Capitanía al frente de un grupo de civiles. Después hice entrega a los sublevados de todas las armas disponibles en la Maestranza de Artillería.

Acto seguido marché a Orense, para reducir al comandante de la plaza, general Pol, que no acataba la Constitución, incorporándome a las tropas al mando del general Acevedo, el cual fue muerto en una acción en el alto de Pardonelo, razón por la que pasé a mandar el Ejército sublevado de la provincia, hasta que la Junta de Gobierno formada tras la revolución me confió el mando militar de Galicia, cargo en el que fui confirmado por el mismísimo Fernando VII, después de que hubiera jurado la Constitución, diciendo aquella execrable felonía de «marchemos juntos, y yo el primero, por el camino de la Constitución».

El 5 de agosto recibo el ascenso a mariscal de campo, siendo encargado del Gobierno militar de Tortosa, de la Capitanía General de Castilla la Vieja, y en julio de 1822, de la Comandancia General de Navarra en sustitución del general López Baños, que había marchado a Madrid como ministro de la Guerra en el gabinete de San Miguel. Allí las cosas eran caóticas: tuve que luchar contra los sublevados realistas que constituían la llamada regencia de Urgel sin apenas tropa, y aunque consiguió batirlos en cinco ocasiones, siendo la más sonada la de Beresoain y la más decisiva la de Nazar, en la que murió el cabecilla Arredondo, no pude sacar partido de ellas por falta de efectivos.

Finalmente, fui sustituido por Torrijos y, a consecuencia de ello, escribí y publiqué el «Diario de los movimientos del Ejército de Operaciones del quinto distrito» para demostrar que el fracaso militar no había sido culpa mía. En 1922 me nombraron comandante militar de Burgos y estaba en ese destino cuando se produjo la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis en España. Por orden del general Ballesteros hube de retirarme a Madrid, y de allí a Sevilla al tiempo que lo hacían el rey felón y el Gobierno ingenuo. La regencia me nombró comandante general de Sevilla, y como tal, acompañé al rey a Cádiz. Seguidamente, se me encomendó la primera división del Ejército de la Isla de León, a las órdenes del general Vigodet, permaneciendo en ese puesto hasta la entrada de los franceses; entonces, no quedándome otra alternativa que la huida, pasé a Gibraltar y de allí a Inglaterra, donde viví en la emigración durante seis años.

¿Y qué hizo durante ese tiempo? Coincidente con las ideas del general Espoz y Mina, conspiré con él para librar a la patria de los tiranos. Al desembarcar Torrijos en aquella aciaga playa del Sur, yo pasé a Francia, para preparar la invasión y liberación de la patria por el Norte. Como yo conocía bien la frontera desde mis primeros tiempos de militar, me correspondió dirigir, junto con Joaquín Cayuela y el guerrillero Joaquín de Pablo, más conocido por «Chapalangarra», la penetración por el valle de Batzan. Pero los franceses nos traicionaron, ordenando la disolución de las tropas que aguardaban en la frontera, y aunque el grupo de Chapalangarra, en el que se encontraba el poeta José de Espronceda, entró por Roncesvalles, Chapalangarra fue muerto por los realistas en un pueblo cercano a Valcarlos, y aquella intentona se desmoronó. Yo hube de permanecer en Francia hasta 1834, en que al fin regresé a España para participar en la guerra carlista después de serme revalidado el grado de mariscal de campo, y siendo destinado como capitán general de Andalucía. En este cargo me correspondió perseguir al general carlista Gómez, que había conquistado Córdoba, pero se me escapó. Bueno, también se le había escapado previamente a Quiroga, Burtón, Alaix y Rodil. En 1837 desempeñé la Capitanía General de Castilla la Vieja, y de 1840 a 1843, el Gobierno militar de Cádiz. Y ahora, aquí me tiene, en Madrid.

En sus andanzas habrá conocido a don José Ignacio Castañera. -¡Claro que sí!, en Galicia. ¡Un bravo asturiano y un bravo compañero!