Por Montserrat López Moro, en La Nueva España

Se afirma con frecuencia que una de las capacidades más frágiles del ser humano es la memoria, pero a menudo olvidamos que la memoria no es otra cosa que la facultad de recordar y no, desde luego, la vocación de olvidar en función de nuestro interés o conveniencia. Existen momentos históricos que resultan de obligado recuerdo, bien por su fatalidad, bien porque forman parte de nuestro pasado reciente, bien porque nos afectaron de modo directo y, en todo caso, porque marcaron una época trágica en la reciente historia de nuestro país.

Y del mismo modo, se trata la memoria (en este caso la denominada histórica) de una condición con frecuencia selectiva, empleada tanto para afear el recurso a la misma cuando contraviene nuestro discurso único, como para obviarla cuando no sirve a nuestros particulares intereses (y sí, estoy hablando de VOX). En este sentido, resulta harto paradójico que quienes se retrotraen históricamente casi un siglo para practicar esa suerte de negacionismo que preside buena parte de su discurso, obvien empero un pasado mucho más reciente y del que, por desgracia muchos fueron víctimas directas.

Las formaciones políticas, locales o de implantación nacional, sin detrimento de la democracia interna que cabe suponerles, gozan de una organización y estructura jerárquicas, de modo y manera que las instancias mas elevadas de la misma, por muy alejadas que se encuentren de sus satélites periféricos, no solamente deben gobernar la actuación de estos, sino velar porque las líneas maestras de su discurso (con el esfuerzo que implica suponer que tales líneas no sean las que se plasman en una valla) no sean desvirtuadas por la soledad de un puñado de exaltados versos. Las acciones a las que se imprime el sello, logo o firma de un partido, acarrean necesariamente una responsabilidad de carácter solidario y que viaja desde la máxima autoridad nacional hasta el último representante político de la más modesta localidad de este país.

Entrando en materia, me produce una inmensa desazón no haber escuchado, no ya de los autores directos (de quienes se esperaría una rectificación, pública disculpa y retirada física del agravio), sino de los responsables últimos; una sola pátina de reproche hacia la reprobable actitud de quienes, en un ejercicio de matonismo político, no dudaron en señalar a un representante político con la máxima publicidad posible y al más puro estilo de aquellos tiempos afortunadamente pasados y ello se trate de diana o cruz, pasquín o pegatina, valla o pintada. El censurable objetivo, con independencia del medio empleado es por desgracia -salvando las distancias- y, sobre todo las consecuencias- (y en este caso bien gráfico): tapar la boca a través de la intimidación, el desprecio, la burla, la desconsideración y, en definitiva, la presión coactiva; todo ello con el decidido agravante que supone el etiquetado de la víctima en una postura que no ha expresado y que solamente se halla en la precipitada suposición del victimario.

El recuerdo de aquellos años permanece en nuestro recuerdo,  aquellos actores no escondían en su cartelería la autoría intelectual de sus bravuconadas, antes bien, hacían gala de las mismas con el doble objeto de infundir temor y mantener exaltados a sus correligionarios. En similar dinámica, los responsables de VOX tienen a bien dejar su pretenciosa rúbrica en pasquines, pegatinas y vallas, pues no pueden dejar de sucumbir a la tentación de ese mal entendido protagonismo que se nutre de la declaración altisonante, la exaltación de la masa y el populismo que tanto censuran; pues para ellos es esa la única manera de no caer (o volver) a un anonimato del que optan por salir a medio de la exaltación de las pasión (por ruin que esta sea, como es el caso), del discurso radical, del pensamiento único (el suyo) o de la tan traída consigna de “que hablen de mí, aunque sea mal”.

Sin embargo, esta admisión de la autoría, lejos de tratarse de un ejercicio de valentía, supone un acto de matonismo político propio a su vez de una época que debiera estar superada, resultando harto gráfico que sea protagonizada por quienes erigieron su condición de víctimas en uno de los ejes esenciales de su discurso político.

La solicitud del perdón y la consecuente eliminación del agravio es el primer y obligado paso para reponer el mancillado honor del tan injustamente señalado y reconducir la acción política por los cauces que nunca debió abandonar, pero eso no va a ocurrir: si la explicación y rectificación se solicita hacia arriba, aun no descartando la perspectiva reincidente, en el mejor de los casos se nos dirá que resulta imposible controlar a la totalidad de las instancias que se encuentran por debajo, mientras que si acudimos a tales instancias, se nos dirá que la astracanada fue santificada desde arriba.

Tan censurable como significativo resulta asimismo el silencio cómplice de otros grupos, quienes debieran haber efectuado una declaración conjunta de censura, máxime cuando tienen la boca llena de cordones sanitarios y líneas rojas. No obstante, si la alternativa al silencio es la tibia crítica que esgrimió un dirigente de una Junta local de un determinado partido para invitar al señalado a recapacitar sobre algo que no ha dicho ni hecho, sin duda hubiera sido ese silencio la menos mala de sus opciones.

Comiencen por pedir perdón al afectado, retiren el agravio y céntrense en hacer política, que para eso les han votado. Y por cierto, no son ustedes ocurrentes ni inéditos (tanto en contenido como en continente), ni mucho menos graciosos.

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