Por Juan Carlos Laviana , en La Nueva España

El pasado fin de semana, en la esquina de una página de periódico, una pequeña foto destacaba sobre todas las demás. Resultaba tan sorprendente que requería a gritos la atención del lector. No se trataba de una imagen sensacionalista, ni morbosa, ni truculenta. Infundía sosiego, diálogo, convivencia. Un hombre mayor, impecablemente trajeado, conversaba con un atento joven de pelo alborotado, con gabardina hasta los pies y zapatillas deportivas.

Si no hubiera sido por los dos personajes que en ella aparecían, la imagen hubiera pasado desapercibida. El hombre mayor era Fernando Vizcaíno Casas. El joven, Pedro Almodóvar. Vizcaíno Casas –apellido que tal vez hoy no diga nada a los más jóvenes– era un escritor de mucho éxito en los años de la Transición. Hombre muy de derechas, a él se deben libros de humor como “Las Autonosuyas”, “¡Viva Franco! (Con perdón)” o “Y al tercer año resucitó”. Los títulos ya nos pueden dar una idea de su ideología.

El otro personaje de la foto, Almodóvar, no necesita presentación. Todo el mundo conoce al cineasta español con más éxito internacional y está al tanto de su forma de pensar. Es una lástima que no se ofrecieran más datos, cuándo, dónde y con qué motivo fue tomada la imagen firmada por Ballesteros, fotógrafo de la agencia Efe. A ojo de buen cubero, debe de tratarse de la lejana época en que Almodóvar estrenaba “Pepi, Luci, Bom…” o “Laberinto de pasiones”. Es decir, los primeros años ochenta.

Esa foto tiene un valor emblemático de lo que fue la hoy denostada Transición. Como otras de políticos que están en la memoria de todos. Carrillo con Fraga, el Rey Juan Carlos con Alberti o la Pasionaria con Suárez. Lo que nos viene a recordar esa imagen, rescatada ahora de los abismos de los archivos, es que hoy sería imposible una instantánea similar.

No hay más que recordar cuando Iglesias y Rivera fueron sorprendidos tomando café juntos en la cafetería del Congreso. O cuando Rufián se dejó fotografiar junto a un militante de Vox. Y no digamos la polvareda que levantó la famosa foto de Colón. Todos los que aparecieron en estas imágenes fueron duramente censurados por sus propios seguidores y no digamos por sus oponentes. Hoy, relacionarse con el diferente está mal visto.

Resulta difícil imaginar qué foto, en el ámbito cultural, sería la equivalente ahora a la de Vizcaíno Casas y Pedro Almodóvar. Sin pensarlo mucho, sólo se me ocurre una en la que aparecieran conversando amigablemente el también best-seller Alfonso Ussía y el propio Almodóvar. La llamada guerra cultural no admite concesiones al enemigo, ni agua, ni una palabra que no sea un insulto, ni un mínimo gesto de atención a la opinión del rival. Serían crucificados, tachados de traidores, denostados por dar alas al oponente por el mero hecho de escucharle.

Vivimos con demasiadas líneas rojas, nos hemos vuelto intransigentes, tenemos miedo a que una imagen inocente pueda ensuciar nuestra reputación, ya sea de progres o fachas. No nos damos cuenta de que la negación del contrario es el primer síntoma de la intolerancia y el autoritarismo. Justo lo contrario de lo cabe esperar en una democracia.

La Transición, como todo momento de catarsis política, tuvo cosas buenas y cosas malas. Algunos pensamos que las buenas –el mayor periodo de bienestar, de paz y de diálogo– superan sobradamente a las malas. Por supuesto, quienes no piensan así están en su derecho de manifestarlo. Pero algo está pasando, y no precisamente alentador, cuando nos sorprende una foto de un escritor de derechas conversando con un cineasta progre.

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